Arnoldo Kraus
La enfermedad es un mundo inmenso. Todos los seres humanos, en mayor o menor medida la padecen durante su vida. Hay quienes mueren debido a accidentes o violencia.
No incluyo a este grupo. El resto de nuestra especie, la inmensa mayoría la padece. La patología y su devenir, morir, es necesaria. La Tierra, agotada por la estulticia humana, no tiene espacio para más seres humanos.
Amén de médicos, artistas de toda índole cavilan sobre el tema: espacios como la literatura, la danza, la pintura, la música, la fotografía, el cine y la poesía se ocupan de sus caras, de sus preguntas, de sus avatares. De las enfermedades de la Tierra escribo párrafos adelante y, a la vez, brego “un poco” sobre filosofía y enfermedad.
Escritos sobre la medicina (Canguilhem y Zaloszyc, 2004), de Georges Canguilhem, es un texto profundo, invita a pensar, y, como todo buen texto, siembra dudas. En el capítulo Las enfermedades, reflexiona, “Al comienzo de Essaissur la peinture, Diderot escribe, ‘La naturaleza no hace nada incorrecto. Toda forma, bella o fea, tiene su causa; y, de todos los seres que existen, no hay uno que no sea como debe ser’. Podemos imaginar, hoy, mientras escribo, unos ensayos sobre la medicina cuyo comienzo sería: ‘La naturaleza no hace nada arbitrario. La enfermedad, como la salud, tienen sus causas y, de todos los seres vivientes, no hay uno cuyo estado no sea lo que debe ser’ ”.
Tanto Diderot como Canguilhem tenían razón. Maravilloso hubiese sido atestiguar un diálogo entre ambos. Diderot murió en 1784 y Canguilhem en 1995. Siglos después, el tiempo, lector insobornable y omnipresente, confirma las teorías de ambos. La naturaleza sigue su camino; lo modifica cuando las actividades del ser humano la trastocan, la mancillan. Sus habitantes, animales, plantas y humanos, enferman cuando su casa, la Tierra, sufre embates por las actividades de nuestros congéneres. Muchas especies vegetales y animales han mutado, otras han desaparecido y algunas, al abandonar su hábitat por la invasión del hombre, han modificado conductas. La Mariposa Monarca, asidua habitante de los bosques de Michoacán es triste ejemplo vivo de los desastres producidos por nuestra especie.
Al escribir uno postula, sueña. Me sucede con frecuencia. Si Diderot pudiese deambular hoy por los derredores de París, se sorprendería al comparar la naturaleza del siglo XXI con lo que fue su naturaleza: la Tierra y sus habitantes, plantas, aguas, animales, humanos y aire han cambiado.
Ideas similares pueden decirse acerca de las reflexiones de Canguilhem: “La enfermedad como la salud tiene sus causas…”, unas propias del mal funcionamiento intrínseco de las células –cáncer, diabetes mellitus-, otras secundarias a modificaciones alimenticias –sobrepeso-, y unas asociadas a hábitos nocivos -tabaco/cáncer de pulmón-. Con toda intención utilicé las mismas enfermedades para subrayar que la vida, el hecho de haber nacido, implica, per se, el riesgo de enfermar primero y después, Perogrullo dixit, de fallecer.
La ciencia médica se ha encargado de mejorar la calidad de vida, sobre todo para las poblaciones ricas e incrementar la longevidad en comunidades adineradas. Esos logros, para quienes pueden usufructuarlos, son bienvenidos. Sin embargo, los beneficios conllevan riesgos. Grosso modo, en Occidente, en muchas ocasiones, la vejez implica miserias y dolencias otrora inimaginables; cánceres, demencias seniles y enfermedades del corazón, inter alia, son riesgos inherentes al progreso biomédico, mientras que en los países pobres, sobre todo en África, nuevos brotes de tuberculosis, y enfermedades virales como sida, zika o Ébola, se asocian, en mayor o menor grado, a las nuevas relaciones entre seres humanos y naturaleza.
Los inmensos logros científicos, a su vez, conllevan riesgos. En la Grecia Clásica el promedio de vida era 28 años; en la actualidad, el promedio mundial es de 71 años.
En Europa, en 2020, el promedio era mayor de 80 años mientras que en África la media era de 50. En el paleolítico el riesgo de contraer enfermedades era menor por la simple razón de que la esperanza de vida era mucho menor. En la actualidad, en Occidente, nuestros demonios -Alzheimer, cánceres, vejez-, no se corresponden con los demonios de los países pobres -desnutrición, sida, diarreas- sin obviar la peor de las pandemias actuales, la de la ralea política.
En Occidente, Iona Heath, doctora afincada en Londres, explica, “A medida que se envejece se van sufriendo más pérdidas, sobre todo de seres queridos, y cuando la gente perdió a muchas personas que les resultaban importantes se les hace más fácil morir. La muerte de los otros abrió el camino, y en ese sentido los muertos ayudan a los vivos a morir. Tal vez cuando los muertos superen a los vivos, éstos puedan acompañar a aquellos, y tal vez sea por eso que a los jóvenes les cuesta tanto morir” (Heath 2008). En África, las amenazas y los riesgos impuestos por la enfermedad son diferentes. Dos ejemplos.
Un estudio llevado a cabo por Scott A. Murray y colaboradores (Murray 2003), comparó, por medio de técnicas de investigación cualitativa la experiencia de la muerte en países ricos y pobres. Sus hallazgos fueron sorprendentes: mientras que en Kenia, los enfermos afectados por cáncer, deseaban morir para librarse del dolor, los enfermos escoceses deseaban fallecer para librarse de los efectos colaterales del tratamiento médico. Amén de exhibir que las disparidades económicas conducen a decisiones diferentes, la investigación demostró que los pacientes confrontan distintos riesgos, ya sea por la enfermedad, por el tratamiento, o por la falta de éste. Ser víctima de cáncer sin recursos deviene dolor y deseos de terminar; padecer enfermedades malignas y recibir quimioterapia puede orillar al afectado a desistir y elegir morir por los efectos devastadores de (algunas) quimioterapias.
El segundo ejemplo proviene de las vivencias de Henning Mankell en África. En Moriré, pero mi memoria sobrevivirá. Una reflexión personal sobre el sida (Mankell 2008), el creador del inspector Wallander se vierte y reflexiona sobre el terrible impacto del sida en el continente negro. En el texto nos habla de los pequeños “libros de recuerdos” escritos por enfermos, sobre todo afectados por sida, que buscan dejar testimonios de sus vidas para que sus hijos puedan recordarlos. La mayoría de los enfermos eran jóvenes. Los “libros de recuerdos” pretenden aminorar el dolor del olvido; en ellos, los dolientes, prontos a morir, dejaban fotos, escribían, pegaban mariposas y disecaban hojas entre las páginas del cuaderno para compartir recuerdos y luchar contra el peso de la desmemoria.
Las experiencias de Mankell expanden el panorama de las enfermedades y confirman lo que hace más de un siglo, Rudolph Virchow (1821-1902), patólogo y politólogo alemán, escribió, “Si la enfermedad es una expresión de la vida del individuo bajo condiciones no favorables, entonces las epidemias son indicadoras de alteraciones en los grupos humanos y en las vidas de las masas”. Destaco las reflexiones de Virchow para reafirmar lo escrito en párrafos previos: se enferma por alteraciones inherentes a las células -artritis reumatoide, hipertiroidismo-, y por los cambios producidos en la Tierra por las actividades de nuestra especie -leucemias y cánceres de tiroides secundarios a radiación nuclear, incremento en el número de tumores malignos de piel debido a alteraciones en la capa atmosférica-. Las enfermedades, siguiendo a Virchow, se reproducen cuando el entorno ha sido modificado por intereses humanos no siempre a favor de la humanidad.
La visión del filósofo Hans-Georg Gadamer ofrece material digno de reflexión. En El estado oculto de la salud (Gadamer 1996), en el capítulo que lleva el mismo nombre del libro, tras reflexionar sobre los significados salud/enfermedad, escribe, “Pensemos solamente que, si bien tiene sentido preguntar, ‘¿Se siente usted enfermo?’, resultaría casi ridículo que alguien preguntase a otro, ‘¿Se siente usted sano?’. La salud no reside justamente en un sentirse a sí mismo; significa estar en el mundo, un estar con la gente, un sentirse satisfecho con los problemas que le plantea a uno la vida y mantenerse activo en ellos”. Renglones adelante agrega, “Es verdad que los seres humanos, como todo ser viviente, viven defendiéndose de continuos y amenazantes ataques contra la salud… Sólo se puede estar con la naturaleza cuando se es parte de ella y cuando la naturaleza está con nosotros”. Gadamer invita, René Leriche complementa.
Leriche (1879-1953), prestigiado médico francés, define salud como “la vida en el silencio de los órganos”. Cuando la enfermedad irrumpe el silencio desaparece. Cuando la patología altera la marcha del cuerpo el afectado se detiene y recapacita. Las enfermedades imponen riesgos y en ocasiones ganancias. Claudicar, interrumpir la cotidianeidad, sufrir, saberse vulnerable y retraerse son riesgos conocidos.
Convertirse en una persona resiliente, acompañar, entender los múltiples significados de carpe diem e incluso, cuando el mal es irreversible y no más que el presente, elegir morir, como consecuencia de la enfermedad, son, paradójicamente, frutos de la patología.
La enfermedad es maestra. La vida tiene límites: siempre acaba. Tanto la enfermedad como el tiempo cobran, en algún momento, impuestos; afrontarlos, y entender los riesgos del vivir, atemperan las pérdidas y los dolores de las enfermedades.
Las enfermedades son escuela. Me pregunto: ¿sería adecuado en facultades no médicas hablar de ellas para comprender mejor la vida?
REFERENCIAS
Canguilhem, G., & Zaloszyc, A. (2004). Escritos sobre la medicina. Buenos Aires: Amorrortu.
Gadamer, H. G. (1996). El estado oculto de la salud, Barcelona, Gedisa Editorial.
Heath, I. (2008). Ayudar a morir. Buenos Aires, Katz editores.
Mankell, H. (2008). Moriré, pero mi memoria sobrevivirá. España, Ensayo Tusquets.
Murray, S. A. (2003). Dying from cancer in developed and developing countries: lessons from two qualitative interview studies of patients and their carers. BMJ, 326(7385), 368-371. https://doi.org/10.1136/bmj.326.7385.368