Francisco Pérez-Fernández 1, Francisco López-Muñoz 2
1 Profesor de Psicología Criminal, Psicología de la Delincuencia e Historia de la Psicología, Facultad HM de Ciencias de la Salud, Universidad Camilo José Cela, Madrid, España (fperez@ucjc.edu).
2 Catedrático de Farmacología y Vicerrector de Investigación y Ciencia, Facultad HM de Ciencias de la Salud, Universidad Camilo José Cela, Madrid, España (flopez@ucjc.edu).
Correspondencia: Prof. Francisco López-Muñoz, Vicerrectorado de Investigación, Ciencia y Doctorado, Universidad Camilo José Cela, C/ Castillo de Alarcón, 49, Urb. Villafranca del Castillo, 28692 Villanueva de la Cañada, Madrid, España. Correo electrónico: flopez@ucjc.edu
Resumen:
El lenguaje es fundamental para la socialización y la formación de la personalidad. La maduración cerebral y su desarrollo son cruciales en este proceso. Una estimulación lingüística inadecuada en la infancia puede llevar a problemas de aprendizaje y comunicación, afectando la capacidad de lectura, escritura y comprensión. El lenguaje no solo facilita la comunicación, sino que también estructura la vida consciente y permite la adquisición de nuevos conocimientos. Un uso competente del lenguaje requiere el dominio de la conversación, la narración y el discurso procedimental. La teoría de la mente es crucial para una buena interacción social, y su desarrollo está relacionado con la corteza prefrontal y las funciones ejecutivas. Las personas con entornos sociales complejos pueden experimentar problemas de memoria, aprendizaje y control de impulsos, lo que puede llevar a distorsiones cognitivas y sesgos atribucionales hostiles. De tal modo, el lenguaje no solo comunica la identidad, sino que también la conforma y reevalúa constantemente. Así pues, lenguaje y comunicación simbólica tienen un valor funcional y pueden influir en la conducta delictiva. Las subculturas criminales utilizan el lenguaje para crear cosmovisiones simbólicas que justifican sus acciones. La exclusión social y los entornos estresantes pueden llevar a la simplificación cognitiva y a la aceptación de la criminalidad como una forma de vida razonable y legítima.
Palabras clave: Crimen; Estructuras cognitivas; Identidad; Lenguaje; Pensamiento.
Abstract:
Language is fundamental for socialization and personality formation. Brain maturation and its development are crucial. Inadequate linguistic stimulation in childhood can lead to learning and communication problems, affecting reading, writing, and comprehension abilities. Language not only facilitates communication but also structures conscious life and allows the acquisition of new knowledge. Competent use of language requires mastery of conversation, narration, and procedural discourse. Theory of Mind is crucial for good social interaction, and its development is related to the prefrontal cortex and executive functions. People from complex social environments may experience memory, learning, and impulse control problems, which can lead to cognitive distortions and hostile attribution biases. Thus, language not only communicates identity but also shapes and constantly reevaluates it. Therefore, language and symbolic communication have functional value and can influence criminal behavior. Criminal subcultures use language to create symbolic worldviews that justify their actions. Social exclusion and stressful environments can lead to cognitive simplification and the acceptance of criminality as a reasonable and legitimate way of life.
Keywords: Cognitive Structures; Crime; Identity; Language; Thought.
Los procesos psicolingüísticos humanos serían incomprensibles sin asumir el hecho de que el proceso de maduración cerebral durante la infancia y la adolescencia, capital en todos los sentidos, tiene especial énfasis en la conformación del lenguaje y del pensamiento y, por lo tanto, en la personalidad y la conducta adultas. No en vano, el lenguaje –en tanto que herramienta del pensamiento- es la base de los procesos comunicativos humanos y estos, a su vez, resultan fundamentales para una adecuada socialización. En tal sentido, se ha establecido desde la neuropsicología que la experiencia esculpe materialmente el cerebro en el sentido de que favorece o inhibe los procesos de sinaptogénesis e interconexión neuronales a los que se suele llamar, de suerte tan gráfica como genérica, “plasticidad neuronal” (González Osornio y Ostrosky, 2012).
La maduración cerebral estaría regulada fisiológicamente por dos procesos paralelos: la apoptosis -o muerte neuronal- y la poda sináptica -o prunning- (Skeide et al., 2016). Dado que, entre los neonatos y durante la primera infancia, la velocidad a la hora de establecer conexiones interneuronales es enorme, de hasta 700 conexiones por segundo, a la par que la cantidad de neuronas que poseen excede con mucho a las necesarias, los procesos de apoptosis y poda sináptica vienen modulados tanto por la necesaria economía biológica, como por la experiencia del sujeto, rigiéndose por un criterio netamente económico que podría enunciarse así: lo que no se usa, se pierde.
La poda resulta especialmente significativa en lo relativo al lenguaje, que empieza a generarse con la maduración de la circunvolución o giro angular (Figura 1), ubicada en el lóbulo parieto-occipital del hemisferio cerebral izquierdo. Ello implica que una inadecuada estimulación lingüística durante la infancia tendrá consecuencias muy negativas en el desarrollo posterior de los procesos de conformación del lenguaje, pues la comprensión será ineficaz, la expresión insuficiente, la sintaxis mala y la pragmática deficiente. Con ello la génesis de una adecuada capacidad lectora y de una buena aptitud para la escritura y la comunicación se verá truncada.
La consecuencia es que los niños insuficientemente estimulados, o educados en entornos agresivos y estresantes durante la primera infancia, tendrán más problemas de aprendizaje, de comunicación y, en suma, de futura configuración del pensamiento (Flores-Lázaro et al., 2014). De hecho, muchos trastornos relacionados con la maduración cerebral, como los relacionados con el espectro autista, se manifiestan primeramente en la forma de déficits comunicativos a partir del primer año de vida, que es el momento en el que comienza a configurarse el lenguaje interno (González Osornio y Ostrosky, 2012).
El lenguaje es, ya desde su fisiología, el elemento de generación y transformación de habilidades cognitivas, así como un elemento central en la estructuración de la vida consciente, en el sentido de que permite la adquisición de nuevos conocimientos –ya sea procedentes del mundo circundante o del propio sujeto- y, con ello, el desarrollo de nuevas cosmovisiones acerca de lo real (Ríos-Hernández, 2010). De tal modo, el pensamiento modula el lenguaje y éste, a su vez, modula y programa la conducta individual y social, lo cual ya nos hace entrever la gran importancia que estos procesos tienen en relación con las actividades delictivas. No en vano, uno de los primeros grandes teóricos de la génesis del lenguaje, Lev Vigotsky (1896-1934), señalaba que el desarrollo intelectual de los niños, la formación de su carácter, de sus emociones y de su personalidad se encontraba en dependencia directa del lenguaje y su adecuada adquisición, idea luego corroborada en buena medida por filósofos del lenguaje como Ludwig Wittgenstein (1889-1951) a lo largo de sus experiencias como docente en Trattenbach (Figura 2) (Pérez-Fernández, 1998; 2003; Vigotsky, 2010).
Figura 2. Fotografía de autor desconocido del psicólogo soviético Lev Semyonovich Vygotsky, hacia 1925 (izquierda) y del filósofo, matemático y lingüista de origen austríaco, posteriormente nacionalizado británico, Ludwig Wittgenstein, realizada en 1930 por el fotógrafo Moritz Nähr (Austrian National Library, Viena) (derecha).
Sin ánimo de ahondar en el relato profundo de las muchas controversias teóricas que esta pregunta suscita, y asumiendo que existen múltiples teorías acerca de lo que sean lenguaje y pensamiento, así como para explicar sus mutuas interrelaciones, tal vez sea más interesante subrayar los tres puntos de encuentro que han suscrito prácticamente todos los especialistas implicados en el debate (Yule, 2006): 1) el lenguaje puede ser comprendido como un sistema compuesto de unidades discretas a las que denominaremos signos o símbolos lingüísticos; 2) el lenguaje –y su adquisición- posibilitan que el ser humano desarrolle formas peculiares y específicas de interacción con el medio, y muy especialmente con el contexto sociocultural; y 3) el lenguaje programa formas concretas de comportamiento, por lo que nos permite interpretar lo que hacemos y modular nuestros actos.
Desde los primeros años de vida de una persona, todas sus experiencias, ya sociales, ya íntimas, tienen una apariencia lingüística (Elias, 2000). Cuando se atiende a tales experiencias, parece claro que toda palabra es un “índice” en el sentido de que indica o apunta hacia algo, es decir, posee interés intencional. De hecho, no existe lenguaje sin indicación. Todo hecho es indicativo cuando se constata que pertenece a una clase, lo cual nos permite deducir, a su vez, la pertenencia de otros hechos paralelos a otras clases (Borjas, 2007). Pongamos un ejemplo: al visionar una competición deportiva por equipos se asume que los jugadores de uno de los conjuntos en litigio van uniformados con unos colores específicos –clase 1–. Ello permite deducir automáticamente que el resto de los jugadores que visten de otro color pertenecen al equipo contrario –clase 2–. En este caso, la clase 1 sería un índice o indicante que apunta indudablemente al hecho de que la clase 2 es el equipo rival.
Esta relación otorga pleno sentido a cuanto sucede sobre el terreno de juego. Así, queda claro que existen, por así decir, dos “universos” del discurso que se encuentran en una correlación invariante: el de los indicantes –significantes, o colores del ejemplo– y el de los indicados –significados, o equipos del ejemplo– (Figura 3).
De tal modo, la indicación es equivalente a la significación, que es un proceso triádico (índice-objeto-sujeto) de inferencias de carácter hipotético e interpretativo. Lo interesante ahora es darse cuenta de que esta relación triádica no es aleatoria, azarosa o simplemente mágica: la relación entre las palabras y los objetos depende de un sujeto que la interpreta y asume (Figura 4). Es así como el lenguaje tiene un carácter esencialmente cognitivo, interpretativo e inferencial (Conesay Nubiola, 2002).
En referencia a esta idea de la “aleatoriedad” merece la pena detenerse en la figura de Ferdinand de Saussure (1857-1913), considerado “padre” de la lingüística moderna (Figura 5), quien caracterizaba al lenguaje como un “sistema”. Este sistema incluye un sinnúmero de significantes y de significados posibles, pero también a las estructuras en los que éstos se insertan y mediante las cuales se relacionan (Saussure, 1971). De tal modo, el lenguaje se constituye de los símbolos o signos –vocabulario– y los métodos para combinarlos –sintaxis–. Consecuentemente, cuando se habla de “gramática” se hace referencia a la descripción de las características estructurales de un lenguaje (Berlo, 2000). Del mismo modo, al hablar de “comunicación” se estima la relación que se establece entre dos sujetos, emisor y receptor, mediante la cual el primero trata de transmitir un mensaje al segundo a través de un sistema compartido por ambos (Figura 6).
Podría pensarse, y sería lógico, que para conocer un código comunicativo del tipo que fuere –un idioma, por ejemplo– bastaría con que el receptor y el emisor conocieran y compartieran el mensaje que se emite-recibe, así como cierta clase de señales o significantes, a las que se atribuiría el correspondiente significado (Ríos-Hernández, 2010). Sin embargo, quien ha intentado aprender una lengua extranjera en la edad adulta ha descubierto que, lamentablemente, las cosas no son tan sencillas. El hecho es que los significados que se otorgan a los significantes varían entre los diferentes individuos y contextos, de suerte que la concesión de significado y de sentido a un mensaje es un proceso que viene determinado por elementos ajenos al propio emisor, al propio receptor e incluso al funcionamiento del código mismo. En él operan otros procesos extrínsecos, de pensamiento: simbolización, contextualización e identidad. Es por ello, y conviene no olvidar esta idea que a menudo se escamotea a ojos de las posiciones academicistas, que los significados no pertenecen sólo a los significantes, sino que dependen también –por no decir fundamentalmente– del usuario y por ello los idiomas son entidades vivas y cambiantes (Berlo, 2000).
Precisamente, y en aras a clarificar esta cuestión de la supuesta aleatoriedad en la conexión de significantes y significados, Saussure la calificaba de “arbitraria”. Y entiéndase que aquí el concepto arbitrario no significa “libre elección del hablante”, sino, simplemente, “inmotivado” o bien sin relación alguna de tipo natural o material. Establecía Saussure, de este modo, la comparación entre el lenguaje y el juego del ajedrez: da exactamente igual el material del que estén fabricadas las piezas con las que se juega, pues lo que importa no es que una torre o un alfil sean de oro o de madera, sino su valor y función con relación al resto del sistema –piezas y reglas– al que se llama “ajedrez” (Saussure, 1971).
Retornando a los procesos de pensamiento, cuya expresión más clara se encuentra en los procesos lingüísticos de sentido y significado, se advierte que funcionan tanto de manera autorreferente como heterorreferente. El pensamiento tiene su fundamento en el lenguaje y, básicamente, se constituye de mensajes entre personas, o bien de mensajes de uno mismo hacia sí mismo (Elias, 2000). Así pues, lenguaje y pensamiento operan como funciones diferentes del mismo acontecimiento de suerte que el lenguaje se constituye de símbolos sonoros o escritos que simbolizan objetos pensados y comunicables. De tal forma, lo que lleva al pensamiento a materializarse es que el proceso de simbolización está pautado por una sociedad y una cultura, y al mismo tiempo integrado en la memoria de los individuos que la constituyen (Borjas, 2007). Ello implica que todo objeto comunicable se ubica en una posición del espacio-tiempo a la par que ocupa un lugar en la realidad construida psicosocialmente por las personas que lo comunican (Berger y Luckmann, 2000).
Los signos-símbolos de un lenguaje permiten que sus hablantes –sus intérpretes– piensen en lo que no está presente en la inmediatez sensorial. Por ello, cuanto más se dominan las estructuras significativas, más fácil resulta a la persona abstraer, esto es, trascender las barreras que imponen el espacio-tiempo físicos, la sociedad, la cultura e incluso la propia circunstancia en la que vive. Esta capacidad del lenguaje de hacer presente lo ausente, es lo que nos permite pensar acerca de lo que existe –presente–, o lo que ha existido –pasado–, lo que nunca ha existido –fantasía, imaginación, utopía, distopía– e incluso lo que podría llegar a existir –o un posible futuro–. Así, el lenguaje se convierte en un depósito objetivo que acumula posibles significados que pueden transmitirse de manera intergeneracional. Pero también, al mismo tiempo, produce un efecto coercitivo, pues a lo largo de la socialización se integra a la persona en el lenguaje, se la obliga a adaptarse a él en la medida que es el único modo viable de manejar y comprender la confusa heterogeneidad de la vida diaria (Heller, 1977; Tadeu Veroneze, 2015).
De lo precedente se deduce que el uso competente del lenguaje –o competencia lingüística– requiere del dominio correcto de tres géneros discursivos (Aguelo Muñoz, 2012): 1) la conversación, entendida como una interacción bidireccional entre el emisor y el receptor; 2) la narración, asumiendo que se trata de un esquema regido por reglas que permiten al emisor construir un relato con cierto sentido lógico para el receptor; y 3) el discurso procedimental, que permite al emisor trasladar al oyente las instrucciones precisas para realizar una actividad. Estos géneros discursivos no se desarrollan por igual en todas las personas pues, al parecer, la así llamada por la investigación neuropsicológica “teoría de la mente” (ToM) tendría un gran papel en lo relativo a su adecuada conformación.
El concepto de ToM sería equivalente al de mentalización –incluso al de empatía cognitiva–, o capacidad para representar psíquicamente el estado mental propio, el de los otros, y tener la capacidad para comprender qué regiones mentales son comunes a ambas representaciones, sin que sea necesario asumir que los estados mentales del otro son los de uno mismo (Tirapu-Ustarroz et al., 2007). Esto permite a la persona colocarse en la perspectiva de su interlocutor y ponerla en relación con la suya propia, siendo un elemento imprescindible para una buena interacción y habilidad social.
La conformación de una buena ToM se relaciona, neurológicamente, con el correcto desarrollo de la región cerebral conocida como corteza prefrontal y el establecimiento de las llamadas “funciones ejecutivas” –inhibición y atención, memoria de trabajo y flexibilidad cognitiva– (Figura 7). Una educación constructiva durante la infancia y la adolescencia, así como unas condiciones de desarrollo no traumáticas, procuran a las personas una mejor eficacia en todo lo relacionado con estas funciones (Flores-Lázaro et al., 2014). De hecho, las personas que han crecido en entornos sociales y familiares complejos y estresantes, así como aquellas que puedan haber recibido daños neurológicos no detectados en estado fetal –o disfunciones neurológicas primarias–, se muestran especialmente vulnerables en este ámbito, pudiendo experimentar en la niñez, la adolescencia o la vida adulta toda suerte de problemas de memoria y aprendizaje que tienden a asociarse al bajo control de impulsos 1 (Cabanyes Truffino, 2014). De hecho, la eficacia de las funciones ejecutivas y la ToM presuponen que el resto de las funciones cognitivas sobre las que se cimentan, como la memoria o el lenguaje, operarán correctamente.
Los procesos de creación de la identidad personal –autodefinición, consolidación de estructuras cognitivas- aparecen en la adolescencia, teniendo mucho que ver con la narratividad y la capacidad argumentativa, es decir, con el dominio simbólico. No resulta extraño, siendo un hecho bien documentado en la literatura, que las dificultades para adquirir y consolidar el lenguaje, así como las habilidades de carácter discursivo, funcionen como buenos predictores de fracaso escolar, problemas de salud mental, y todo tipo de dificultades con la autoridad y el sistema judicial (Martins et al., 2022). Por lo común, este tipo de déficits se manifiestan en el proceso comunicativo como:
Reducción en la velocidad y eficiencia en las conversaciones.
Problemas de procesamiento de información.
Pobre habilidad en la gestión de los temas.
Dificultades para respetar el turno conversacional.
Problemas para suministrar al receptor informaciones pertinentes y adecuadas.
Problemas para expresar estados internos (emociones, sentimientos, pensamientos).
Problemas de comprensión.
Precisamente, las personas con trastornos mentales, dificultades en la regulación de su comportamiento, vida delincuencial y/o problemas de adaptación social –tanto de jóvenes como adultos– tienden a experimentar un conglomerado complejo de dificultades a la hora de comunicarse y, de manera muy especial, cuando han de transmitir contenidos emocionales o sentimentales, o bien cuando tienen que elaborar ideas bien estructuradas y fundamentadas con relación a las motivaciones de sus actos (Aguelo Muñoz, 2012). Las denominadas distorsiones cognitivas (DC) son una perfecta manifestación de este problema, en tanto que formato aparentemente racionalizado que la persona encuentra para zanjar estas cuestiones sin experimentar culpa y/o malestar. Hoy en día resulta poco discutible que la conducta violenta está, por lo general, mediada por complicados entramados de variables psicosociales –factores de riesgo y protección– más o menos complejas, destacando especialmente en la literatura los trastornos de personalidad, las adicciones, la baja empatía, y, precisamente, las ya indicadas DC (Loinaz, 2014; Mampaso et al., 2014).
Tales distorsiones se vinculan de manera muy estrecha con una ToM ineficiente devenida de una mala configuración de los procesos simbólicos y comunicativos. Ello impide realizar atribuciones correctas acerca del significado de la propia conducta y la de otros. Así, las DC son formas erróneas de interpretar la realidad y la propia conducta, es decir, cogniciones justificadoras de comportamientos disfuncionales cuyo objetivo es eludir la propia responsabilidad, así como las consecuencias, adoptando por tanto la forma de expresiones verbales tópicas como la minimización, la negación, o la atribución de culpa a los demás o a factores circunstanciales externos (Bowen, 2011; Lila et al., 2012). Lamentablemente, y pese a la frecuencia con la que aparecen en el ámbito jurídico, penitenciario y criminológico, su uso y conceptualización no es todo lo clara que sería deseable, a causa de su relación intrínseca con ámbitos tan resbaladizos como el del lenguaje y la simbolización. Por ello se alude a ellas con una terminología variable: procesos cognitivos, actitudes, creencias, pensamientos situacionales o justificaciones post-hoc (Helmus et al., 2013; Lara et al., 2022).
Hasta donde se sabe, las DC coadyuvan con un proceso complementario al que se denomina “sesgo atribucional hostil” (SAH). En este caso, la persona atiende de manera selectiva a determinados aspectos de otros, o del entorno, que para ella tienen un significado especial, tergiversando o distorsionando situaciones y aumentando con ello la posibilidad de experimentar ira. En suma, ocurre que las conductas propias se achacan a esos factores externos, temporales y específicos, entretanto las conductas ajenas se atribuyen a factores internos, permanentes y generalizados (Maruna & Mann, 2006). El hecho es que el SAH posee un fuerte componente lingüístico-simbólico siempre vinculado a los elementos contextuales que lo facilitan (Figura 8).
Así, cuando alguien percibe una posible amenaza, o considera minusvalorados sus derechos, tiende a experimentar malestar y daño psicológico, y ello parece afectar de manera especialmente severa a las personas con dificultades para gestionar la frustración y la ira (Beck, 2003). Tras el enojo motivado por el SAH, el sujeto pone en marcha el proceso de las DC que, como vemos, funcionan post-hoc y ayudan a reestructurar cognitivamente la situación sin tener que esforzarse por resolver el conflicto, ni tener que responsabilizarse del mismo (van der Velden et al., 2010). Con ello, el sujeto se afianza en su particular punto de vista acerca del asunto, elude la culpa, y evita la molesta necesidad de buscar soluciones constructivas a una cuestión que ya no reconoce como de su incumbencia, lo cual le introduce en un círculo vicioso: las conductas violentas no son procesadas y tienden a repetirse en la medida que el aumento de estrés motivado por el SAH induce de manera inmediata un incremento de la agresividad (Emerson & Dobash, 2010).
En todo caso, conviene no olvidar que el SAH y las DC, dado su fuerte componente simbólico, no son constructos unidimensionales que tiendan a repetirse sin más interindividualmente. Ello implica que pueden referirse a distintos aspectos, en distintos contextos, dependiendo de las diferentes personas y operar, así, bajo diferentes circunstancias moduladoras (Peters, 2008). Así, bien pueden activarse con una persona en concreto, con respecto a determinado colectivo social, con una u otra etnia, con una ideología o religión específicas, sin que ello suponga que deban extenderse a otros sujetos, entidades, o grupos (Loinaz, 2014). Ello implica, necesariamente, que avanzar en la cuestión que compete a este trabajo solo será posible recurriendo a un análisis del pensamiento y del lenguaje dentro del contexto sociocultural, esto es, como herramienta de identificación y transmisión de constructos eidéticos.
La clásica corriente socioantropológica conocida genéricamente como “interaccionismo simbólico” ha destacado la importancia que tienen las raíces socioculturales en el desarrollo de los símbolos lingüísticos y su funcionamiento en los diversos contextos sociales. Consecuentemente, sostiene que el lenguaje tiene una naturaleza básicamente funcional (Blumer, 1982). Así pues, las relaciones semánticas que los símbolos lingüísticos mantienen entre sí poseen gran influencia en las percepciones de los individuos, así como en la identificación de los significados de cuanto se nos dice. Ello nos permite entender que, desde un punto de vista sociocultural, el lenguaje tiene la propiedad de remitir a la actividad humana, a la cual debe su existencia; también capta las experiencias psicosociales y culturales en forma conceptual y universal, lo cual permite a los sujetos hacerlas comunicables; y, por fin, orienta con respecto a la manera de crear –o crearse– experiencias socioculturales nuevas, entretanto porta consigo otras históricamente lejanas (Ríos-Hernández, 2010).
Es en este contexto en el que adquiere sentido el relativismo lingüístico propugnado por los antropólogos Edward Sapir (1884-1939) y Benjamin Whorf (1897-1941), más conocido popularmente como “hipótesis de Sapir-Whorf” (Figura 9), que sostiene que la estructura del lenguaje propia de una cultura –o subcultura– influye de manera decisiva y constante en la conducta y hábitos de pensamiento de sus componentes. En síntesis: un lenguaje –entiéndase aquí el concepto de lenguaje en el sentido habitual de idioma, dialecto, jerga– estructura las percepciones de los individuos a la par que moldea la manera de pensar, sentir y actuar de las personas que lo hablan. Y ello porque toda estructura de pensamiento se conforma, como ya hemos señalado, en un contexto sociocultural y familiar mediado por la praxis lingüística. Precisamente esto es lo que pretendía señalar Wittgenstein, entre otros, cuando manifestaba que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” (Wittgenstein, 2017: § 5.6): la tesis de fondo es que la cultura acondiciona y estructura nuestros procesos perceptuales de tal modo que influye radicalmente en la interpretación de los estímulos externos que se reciben, en el sentido y significado que se les otorga y, claro está, en el modo que se habla de ellos.
Figura 9. Fotografías de los antropólogos y lingüistas norteamericanos Edward Sapir (izquierda) y Benjamin Lee Whorf (derecha), e ilustración de Whorf sobre el relativismo lingüístico, donde se muestra la diferencia entre la construcción gestáltica inglesa y shawnee de cómo limpiar un arma con una baqueta (centro), publicada en el artículo titulado Science and Linguistics (MIT Technology Review, 1940) y reimpreso en la obra de John Carroll (ed.), Language, thought and Reality. Selected Writings of Benjamin Lee Whorf (Cambridge, MIT Press, 1956).
Se entiende, por tanto, la importancia que podría tener la comprensión del funcionamiento de los procesos de simbolización psicolingüística con relación a fenómenos como la delincuencia y el crimen. No en vano, autores alineados con la hipótesis Sapir-Whorf, han manifestado que el lenguaje no solo conforma la identidad, sino que también la comunica y reevalúa constantemente (Littlejohn, 1996). En tal sentido, es una fuente de programación de cosmovisiones, prejuicios y estereotipos que trasciende a la mera comunicación objetual para convertirse en una estructura gramatical ideológica: no es sólo que las personas que hablan igual tienden a pensar igual, es que el modo de entender y expresarse configura prejuicios, estereotipos y conductas, como se nos muestra con la expansión y credibilidad que cada cual pueda conceder a diferentes opiniones, rumores y/o fake-news. Préstese atención a la siguiente anécdota:
“Un lunes por la mañana, el encargado de mantenimiento de una iglesia, que era anglo, se acercó a un pastor latino y le reclamó por el desorden dejado en la cocina: está todo fuera de lugar y hay frijoles en el piso y otros lugares. ¿Por qué han dejado tal desorden y sobra de frijoles? El pastor respondió: ayer, nosotros no comimos nada en la iglesia. Le respondió el encargado: ¿Quiénes comen frijoles sino los hispanos? Este encargado anglo, tenía un estereotipo sobre quiénes comen frijoles y eso lo llevó a acusar a la gente hispana del desorden dejado en la cocina. Su prejuicio lo llevó a hablar en forma estereotipada hacia las personas latinas, discriminándolas. […] Lo cierto es que la noche anterior un grupo de jóvenes anglos había usado ese espacio para una actividad y habían comido, entre otras cosas, frijoles”(Carhuachín, 2013: 19).
Habría entonces tres áreas de relación claras entre el discurso –entendido aquí en el sentido amplio de comunicación entre individuos– y el contexto sociocultural (van Dijk, 2012): 1) un universo simbólico y/o contexto, pues las estructuras sociales son condiciones para el uso del lenguaje, es decir, para la construcción, comprensión y producción del discurso; 2) un proceso de redescubrimiento y redefinición, pues el discurso comunicativo, que de muchos modos permanece oculto incluso al propio hablante, reconstruye y modifica a las estructuras sociales; y 3) un conjunto de metáforas de la realidad, pues las estructuras del discurso comunicativo denotan, representan o hablan sobre partes de la sociedad. Y es que se debe entender que, contrariamente a la opinión vulgar, la relación entre los discursos comunicativos y la sociedad no es directa y manifiesta, sino latente, está mediada por las cogniciones compartidas –o constructos simbólicos– de sus componentes. Hay que pensar que una sociedad, colectivo o cultura son inconcebibles sin un universo de referencias de sentido compartidas que evolucionan a lo largo del tiempo y que simplemente se asumen como realidades.
No se trata simplemente, recuérdese ahora el ejemplo de la iglesia y los frijoles, de que el encargado anglo entendiera que el desorden era culpa de los latinos por el simple hecho de haber visto frijoles tirados en la cocina, pues no estamos ante una sencilla relación de clase 1 y clase 2 como la descrita anteriormente. El hecho, más bien, reside en que el encargado tenía una representación cognitiva compleja del universo de lo latino –estereotipada, prejuiciosa–, en la cual se subsumía una amalgama de elementos vinculada a tal colectivo que le indujo a pensar que el desorden de la cocina solo era atribuible a esa clase de personas. Así, su conducta discriminatoria hacia el pastor latino no venía causada por los frijoles tirados en el suelo –que en todo caso suponen una evidencia incriminatoria débil–, sino por un universo simbólico de discriminación interétnica en el cual su falsa atribución adquiere pleno sentido. De manera que una sociedad, colectivo o cultura son inconcebibles sin un universo de referencias de sentido compartidas que la tornan manejable u operativa en el plano intelectual (Berger y Luckmann, 2000; McAdams, 2018).
De hecho, un error bastante común es el de homologar lenguaje y comunicación cuando en realidad son fenómenos estrechamente interrelacionados, pero cualitativamente diferentes, tanto en el plano neurológico, como en el plano sociocultural. Existe evidencia, por ejemplo, de que los delincuentes jóvenes a menudo acumulan un grave fracaso escolar al encontrarse por debajo del resto de adolescentes en el desarrollo de sus competencias lingüísticas –déficits neurológicos y del desarrollo–, pero al mismo tiempo muestran una buena competencia comunicativa y no manifiestan distorsiones en otros procesos cognitivos paralelos (Winstanley et al., 2019). Los déficits en la comunicación y en el lenguaje pueden ir aparejados, y a menudo es así, pero no necesariamente, por lo que el comportamiento problemático de muchas personas consideradas difíciles podría tener antes una función comunicativa –de enviar un mensaje– que propiamente cognitiva. Ello ha llevado a la conclusión de que, posiblemente, interviniendo para producir una reducción de este déficit comunicativo, también podrían reducirse tales conductas disfuncionales (Aguelo Muñoz, 2012; Case et al., 2023).
La habilidad comunicativa tiene un papel básico en el dominio de las habilidades sociales, lo cual explica porque las personas que tienen dificultades a la hora de comunicarse tienden a integrarse en grupos y/o colectivos en el que estas disfunciones son la norma y en los que, por consiguiente, no experimentan rechazo y/o disonancias cognitivas 2 . Hoy parece establecido que el estilo de crianza influye notablemente en la forma en que los niños se desarrollan psicológica e intelectualmente, y que grandes diferencias entre estilos de crianza pueden generar notables diferencias cognitivas, conductuales y de personalidad en la vida adulta (Flores-Lázaroet al., 2014). Ello implica que un mal entorno social y fa-
miliar no necesariamente dificulta el desarrollo, pero cuenta con el problema de que es más agresivo y estresante para niños y jóvenes, lo cual predice un peor futuro en la adultez en el caso de que no existan en el entorno los adecuados factores de protección que generen mayor resiliencia, a la par que ayuden a reducir la agresión percibida, el estrés que provoca y la consiguiente vulnerabilidad (González Osornio y Ostrosky, 2012; Mebarak et al, 2016).
Consecuentemente, no siempre es posible describir y explicar los contenidos y estructuras de las representaciones colectivas de la realidad sólo en términos puramente cognitivos o psicológicos. Es necesario comprender también las funciones que los grupos e instituciones socioculturales generan, así como sus condiciones y modos de reproducción (van Dijk, 2012). Téngase en cuenta que en la cotidianeidad se vive la realidad sociocultural en términos de definiciones mentales y/o discursivas que operan como construcciones de sentido.
Los fenómenos no se dan simplemente ahí fuera, sino que son construidos por los seres humanos –desde un contexto cultural, histórico, cognitivo, emocional y social–, en la medida que ello forma parte de sus capacidades psíquicas. Aquí es donde adquiere sentido la clásica idea del antropólogo Claude-Levi Strauss (1908-2009) cuando indicaba que la condición humana, en tanto que única, es siempre generadora de cultura (Lévi-Strauss, 1995).
Como se ha explicado, el interaccionismo simbólico entiende el lenguaje como un fenómeno comunicativo entre individuos sobre el que se construye la realidad social. En este sentido, cabe comprender que al igual que ocurre en el resto de las manifestaciones simbólicas socioculturales, en el caso del crimen y la criminalidad –cualquiera que sea su forma–, el lenguaje es también una correa de transmisión creadora de cosmovisiones simbólicas intersubjetivas que, dependiendo del caso, generan adhesión (Moretti-Fernández, 2015). En este contexto adquieren sentido fenómenos como la apología de cierto tipo criminal de la que se sirven determinadas organizaciones –bandas, pandillas, organizaciones criminales, colectivos delincuenciales gremiales, grupos terroristas, delincuentes de odio o sectas– y que adoptan la forma de jergas identitarias y justificadoras que se manifiestan en todo tipo de formatos culturales: canciones, vídeos, retóricas discursivas, códigos específicos, redes sociales, maneras de vestir, tatuajes y etcétera.
Pese a que a menudo se emplee esta clase de comparaciones para tratar de explicar la mecánica interna de estas subculturas criminales de una manera sencilla, al punto de que se ha convertido casi en convención, la realidad es que la inmensa mayoría de los colectivos criminales y/o delincuenciales, habitualmente, no se constituyen ni operan como una organización formal al uso, pues funcionan vinculadas a subculturas minoritarias que ni representan el sentir general de una cultura mucho mayor en la que se integran, ni están reguladas por las normas, leyes, códigos ético-morales o dinámicas que modulan las conductas de las mayorías.
Por el contrario, suele tratarse de organizaciones fluidas que adquieren sentido a través de una comunidad de procesos narrativos e interactivos que fluyen entre sus componentes –que pueden no ser miembros fijos–, y que se fundamentan en determinados relatos, procesos comunicativos y simbologías (López-Muñoz y Pérez-Fernández, 2024).
Recuérdese lo dicho en torno a la hipótesis de Sapir-Whorf: la expansión de esta clase de colectivos solo es posible por la vía de una construcción identitaria, o de sentido, a partir de narrativas programáticas que se expanden por diferentes canales comunicativos: redes sociales, interacciones cara a cara, manifiestos, reuniones, películas, letras de canciones, y etcétera. Tales canales sirven de vía mediante la que proporcionan a un determinado público objetivo –sensibilizado– toda suerte de materiales simbólicos que den sentido a diferentes eventos vitales, o bien construyan sentidos.
Es precisamente por ello que esta clase de discursos terminan siendo muy permeables a los recursos formales y materiales que se emplean en otras esferas públicas, como la religión, la política, la ciencia o la economía (Habermas, 1992).
Uno de los elementos característicos del llamado crimen organizado es el de ser mucho más que una mera empresa criminal, como a menudo es definido de suerte pragmática y, tal vez, algo confusa. Esta tipología criminal se constituye a partir de un universo simbólico basado en tradiciones, mitos fundacionales, costumbres y valores socioculturales que se reproducen en el comportamiento criminal de la propia organización. Ahí es donde adquieren su razón de ser ideas como la del código de silencio o el honor entre ladrones (Dickie, 2006; Gambetta, 2009).
Ciertamente, el dinero es muy importante para estos colectivos, en tanto que convierten la criminalidad en una lucrativa forma de vida, pero, por sí mismo, no justifica el grado de lealtad y compromiso con el grupo exhibido en las transcripciones pública y privada por sus componentes. Se haría complicado, por ejemplo, entender que un directivo de una compañía financiera estuviera dispuesto a dejarse encarcelar –e incluso torturar y/o asesinar– para proteger a varios de sus colegas en el consejo de administración. El discurso de las organizaciones criminales cumple funciones específicas que han de entenderse, en cada caso, para lidiar adecuadamente con ellas. Así, entre los “zetas” mexicanos, la violencia extrema de la que se sirven en sus acciones es, más que un modus operandi, un elemento comunicativo de corte propagandístico que se dirige no solo a los enemigos o a la competencia, sino también al cliente potencial. En las “maras”, el universo simbólico, por el contrario, funciona hacia adentro, hacia sus propios integrantes, de suerte que entretanto la imagen externa –que tiene la sociedad– del colectivo es de criminalidad funcional, la imagen interna –de sus integrantes– tiene un fuerte carácter iniciático (Montero et al., 2013).
Los controvertidos videos de decapitaciones que difundió en su momento de mayor virulencia el ISIS –o Daesh–son un perfecto modelo de transmisión simbólica: el montaje, la construcción narrativa, la temática visual e incluso los recursos cuasi cinematográficos que se empleaban en su presentación no se dirigían al grueso de una población para la que resultaban simplemente grotescos o terribles, sino al grupo reducido de los simpatizantes. Personas interesadas en esa clase de contenido audiovisual que se sentían interpeladas cognitiva y emocionalmente por la agonía de la víctima (Soto y Garriga, 2017). Así, la apología del crimen que se manifestaba en tales videos era en realidad un locus de negociaciones simbólicas cuyo objetivo último era la reproducción de la violencia y que, por lo tanto, podría considerarse como mera violencia programática, esto es, violencia prescriptiva, programadora de formas de pensar y de hacer (Moretti-Fernández, 2015). De hecho, el discurso del terror y el odio del que se valen esta clase de organizaciones extremistas no solo sirve para obtener cierto grado de publicidad entre el gran público –de hecho, la publicidad mediática ya se obtiene con el propio acto terrorista que los medios convencionales se encargarán de difundir–, sino para comunicarse específicamente con el público propio a través de la humillación pública del enemigo común (Jackson, 2009).
De ahí la necesidad de un mensaje, un escenario, una carga dramática e incluso un guion.
El lenguaje y la comunicación simbólica siempre tienen un valor funcional. Ello implica que los emisores y los receptores de esos contenidos criminales programáticos –pensamientos, ideas, teorías– no los observan como delincuenciales en el sentido que un observador externo no integrado les confiere y que suele tener que ver con el delito tipificado en los códigos penales o con la moralidad. Antes al contrario, en el emisor-receptor implicado generan un magma psicológico de sesgos atribucionales y distorsiones cognitivas que permiten que cierta clase de criminalidad, con la que ya se simpatiza de manera más o menos consciente por diversos motivos socioeducativos y de integración, se convierta en un universo simbólico de lo cotidiano que medie en toda suerte de conductas, códigos y formas de sociabilidad a todos los niveles imaginables: familiar, social, laboral, económico, cultural y político. Y lo cierto es que toda violencia programática asumida funciona porque simplifica conflictos sociopolíticos y culturales complejos estableciendo narrativas sencillas, lineales, polarizadas, y fácilmente accesibles con independencia del nivel formativo del individuo, pues dependiendo de cuan compleja o sencilla sea la estructura del lenguaje verbal y/o escrito, se producirá una variación significativa del grado de pensamiento y entendimiento del sujeto (Calabro et al., 1996). Así es como se entra en la retórica reduccionista del amigo-enemigo, ellos-nosotros, crimen-sociedad, bueno-malo, dentro-fuera, creyente-infiel…
Téngase en cuenta que un lenguaje pobre y simplificado construye, a su vez, un universo simbólico precario y simplificado que conduce, por fin, a una estructura de pensamiento indigente y simplificada, fácil, en la que la multiplicidad y complejidad del mundo queda reducida a tener que seleccionar entre las dos únicas posibles opciones que se presentan como lógicas. Por el contrario, la asunción de la realidad como una entidad compleja y difusa genera, a su vez, un pensamiento complejo y divergente que obliga al sujeto a tener que decidir entre múltiples posibilidades argumentales disponibles que debe entender –e integrar– para poder decidir. De tal modo, la calidad y amplitud de la verbalización con la que una persona es capaz de exponer una situación refleja cuánto y cómo conoce y organiza los diversos puntos de vista legítimos –o ilegítimos– en torno a la misma (Matsumoto y Hwang, 2012).
La exclusión social, los policonsumos y los entornos deprimidos no tienen por qué conducir necesariamente al delito o la victimización, pero contribuyen en la medida que no es menos cierto que generan, al provocar la conjunción de muchos elementos de vulnerabilidad y riesgo, unas condiciones proclives a ahondar en las carencias –no solo fisiológicas y madurativas, sino también cognitivas y afectivas– de los individuos que pueden llevarlos a comprometerse con la violencia y el crimen, o bien a convertirse en potenciales víctimas. Generan contextos proclives, entre otras cosas, a la simplificación cognitiva y las simbolizaciones distorsionadas de la realidad en los que cuestiones como la apología del crimen, la radicalización, o la mera aceptación de éste, adquieren sentido per se. Y ello porque la subjetividad lingüístico-simbólica que suele presentarse en estos entornos lleva a la persona permanentemente a reevaluarse a sí misma desde puntos de vista que en su contexto de referencia pueden ser muy eficaces y perfectamente legítimos, pero que sin embargo resultan extremadamente disfuncionales cuando sale de él (Rorty, 1989).
“Pototo (alias del histórico de ETA, Ángel María Galarraga), presunto autor de siete asesinatos, murió el 15 de marzo de 1986 abatido a tiros por la policía tras haber dado muerte a un agente en San Sebastián. […] El niño, Hodei, soltó la paloma. Los restos de su tío, Pototo, estaban delante de él, en un ataúd abierto con la ikurriña. Y más y más banderas se agitaban al viento […] Había mucha gente allí, en la plaza de Zaldibia. Gestos hoscos. Crespones negros en telas blancas que colgaban de todos los balcones. Y niños, muchos niños en primera fila, acompañaban a Hodei […]. Comenzaron los discursos. Destacaron que Pototo había sido un bakearen gudari, un soldado por la paz que había muerto en la alta misión de conseguir la independencia de Euskadi. Y dijeron sus versos los bertsolaris y se cantaron canciones al son de las trikitixas, porque Pototo era muy alegre, afirmaban. El sentimiento de pertenencia al grupo, el espíritu de la tribu, iba creciendo haciéndose, a la vez, más hondo conforme el tiempo pasaba. El odio y la rabia lo inundaban todo. […] El 23 de septiembre de 2002, la explosión fortuita de una bomba de titadine de 15 kilogramos mató al conductor del coche que la transportaba. Era Hodei Galarraga, de 22 años de edad. Una urna conteniendo las cenizas de Hodei fue situada, 16 años después, en el mismo lugar que el féretro de Pototo había ocupado en la plaza de Zaldibia. La ceremonia fue parecida. […] Un niño de corta edad, primo de Hodei, abrió una caja y dos palomas blancas partieron velozmente hacia el cielo azulado de Zaldibia”(Sanmartín, 2005: 86-88).
Podría no parecerlo a primera vista, pero el caso de la conversión de Hodei es homologable al modelo discursivo que puede encontrarse en los muchos vídeos destinados a la radicalización islamista, o el proselitismo de maras, ñetas, neonazis, hooligans u otros colectivos violentos al uso, y que pueden encontrarse fácilmente en diferentes plataformas virtuales. Se observa que son trabajos-productos de factura singular, de carácter artesanal, a veces incluso muy tosco, cuyas imágenes se reciclan una y otra vez a medida que los montajes se multiplican y expanden en la red.
En ellos se muestran imágenes de marginalidad, urbanización incompleta, civilización precaria, protesta, violencia, maltrato y aislamiento social cuya función básica es operar como metáfora de las condiciones que viven las personas que se integran en esta clase de colectivos y que, en última instancia, justifican provocan concienciación por la vía de la emoción y, con ello, la consiguiente exaltación de la persona que se ve motivada al ingreso en el mundillo del crimen como evento lógico, consecuencia vital aparentemente razonada y razonable (Moretti-Fernández, 2015).
Se trata, pues, de ofrecer sentido, es decir, reestructurar cognitivamente a un público objetivo por la vía de un discurso precarizado –símbolos, vocabulario– que propende un impacto existencial y que, por tanto, impulsa una respuesta básicamente emocional (McAdams, 2018).
Así se logra en muchos casos la transmutación en la personalidad de los jóvenes predispuestos –a menudo ya fisiológicamente– que se terminan integrando en estos colectivos antisociales, o que deciden emprender una vida criminal que intuyen como más fácil y proclive a sus capacidades: mediante la manipulación simbólica sistemática de sus condiciones vitales de marginalidad e incapacidad material, fisiológica y/o moral con la intención de fabricar sentidos y significados lineales. Un hecho que revela la importancia de adecuadas políticas de prevención e integración en un tiempo en el que, al parecer, resurge una anticuada e ineficaz tendencia hacia las políticas represivas y la virulencia penal de otras épocas.
1 La disfunción neurológica primaria, a la que en general la sociedad en su conjunto presta escasa atención al pensar, erróneamente, que el “reloj” vital arranca tras el alumbramiento, es una importante fuente de daños postparto. En muchos casos, estos daños son irreversibles y/o de muy complejo tratamiento, lo que también implica enormes costes socioeconómicos y humanos (Rodrigo Salas y Schoon, 2015).
2 La disonancia cognitiva hace referencia a la tensión interna que los individuos experimentan cuando tienen dos cogniciones simultáneas y conflictivas. Así, aparece cuando las personas experimentan en su sistema de ideas, creencias y emociones dos pensamientos que se encuentran en conflicto, o bien cuando ponen en marcha conductas que no son acordes a sus creencias habituales. Normalmente, el sujeto que experimenta disonancia cognitiva se siente motivado a reducirla para minimizar, a su vez, la tensión psicológica que está experimentando. Por lo común, la manera más habitual de resolver esta tensión es introducir en el propio sistema de creencias o valores toda suerte de cogniciones nuevas que justifican su actitud (Festinger, 1957). Por ejemplo, si pensamos en un individuo al que se ha enseñado desde la infancia que maltratar a los demás es inmoral, y al entrar en una organización criminal se ve obligado a hacerlo, lo habitual será que busque todo tipo de excusas para justificar sus propios actos: “son el enemigo”, “nos odian”, “son malvados”, “es cuestión de ellos o yo”, “debo ser fiel a los míos”, y etcétera.
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