Resiliencia: Recurso existencial, dinámica cultural y dimensión clínica

Resiliencia:  Recurso existencial, dinámica cultural y dimensión clínica

 

Renato D. Alarcón


INTRODUCCIÓN

En las últimas cuatro o cinco décadas y por una variedad de razones, la palabra “Resiliencia” y su serie de significados en diversos terrenos del ser y el quehacer humano, han ido adquiriendo creciente reconocimiento e importancia. Puede decirse que, hoy en día, Resiliencia es materia de discusión e investigaciones en ciencias naturales, sociales y biológicas y, ciertamente, en los campos de medicina y salud (Sivak, 2018b; Southwick et al., 2023). Dentro de este último, no es exagerado afirmar que Resiliencia ocupa actualmente un lugar preferente en la literatura de Salud Mental, tanto en el ámbito local o regional como en el de la llamada Salud Mental Global (Lolas, 2016; Reeck et al., 2016).

La etimología del término proviene del verbo resilium, en Latín, que se traduce como “volver atrás, rebotar” y cuyo primer uso tuvo lugar en el campo de la Física para describir materiales o instrumentos que, luego de un impacto, vuelven a adoptar su forma original o natural; los ejemplos más frecuentes de resilience (en inglés), al inicio, fueron los del junco enhiesto luego de una tormenta devastadora, el arco luego del disparo de una flecha, ciertas clases de alambres y otros materiales, descritos todos mediante una expresión popular: “Se dobla pero no se rompe”. El primero en mencionar el término como metáfora en el léxico psicológico-emocional fue el psicoanalista británico John Bowlby (2005), en sus estudios sobre apego emocional (attachment), pero corresponde al neuropsiquiatra y psicoanalista judío-francés Boris Cyrulnik (2001) el mérito de la exploración en profundidad y la difusión inicial del término, cuyos equivalentes más cercanos en nuestro idioma son “estoicismo”, “resistencia”, “capacidad de aguante” y, tal vez más apropiadamente, “entereza”.

Luego de ofrecer una definición más o menos integral de Resiliencia (en el campo de la Salud Mental), resultante del examen de opiniones y sugerencias vertidas en décadas recientes, y de analizar diversos componentes del concepto y su relevancia epistemológica, el presente artículo intenta estudiar Resiliencia como expresión de tres perspectivas que el autor propone para cubrir la amplísima gama de implicaciones que el concepto genera. Por razones obvias, la perspectiva a la que se dedicará mayor espacio es la que ubica a Resiliencia como una compleja dimensión clínica.

Ello no resta importancia a las otras dos, Resiliencia como recurso existencial y como elemento de una poderosa dinámica cultural, en el intento de cubrir así la riqueza ontológica del término.

DEFINICIONES Y SU RELEVANCIA

Existen numerosas definiciones del término, todas con conceptos y contenidos comunes, pero también con implicaciones diferentes que dependen del campo de estudio del autor, de su orientación ideológico-doctrinaria o de la naturaleza y calidad de los ejemplos que se proponen. En la primera década de este siglo, Layne et al. (2007) identificaron ocho significados distintos pero, aún a fines del siglo pasado, autores comoGlantz y Sloboda (1999) habían revisado abordajes sistémicos que enfatizaban transacciones persona-ambiente, percepciones individuales y grupales, interacciones genético-ambientales, diátesis intrapsíquicas y contextos micro-, meso- y macro-ambientales. En español, vale la pena citar, en esta etapa inicial, la revisión de Uriarte Arciniega (2005).

Un primer sumario de las principales características o rasgos de una Resiliencia efectiva (Wolin y Wolin, 1993; Masten, 2014) incluye curiosidad o “maestría intelectual”, sensibilidad y objetividad, capacidad de conceptualizaciones certeras, convencimiento del “derecho a sobrevivir”, recuerdos e invocaciones consistentes de personajes que la inspiran. Resiliencia equivale además a reconocer la afectividad propia sin negar o suprimir sentimientos nuevos, tener objetivos claros de vida, capacidad de atraer y usar fuentes externas de apoyo, visión de la posibilidad y deseabilidad de restauración de un orden moral civilizado, necesidad y capacidad de ayudar a otros, posesión de un adecuado repertorio afectivo, flexibilidad regulatoria (Bennett et al., 2018), creatividad en la búsqueda y posesión de recursos emocionales, altruismo y habilidad de transformar desamparo traumático en utilidad aprehendida.

Varios autores (Southwick, Bonanno et al., 2014) incluyen temas complementarios, tales como determinantes de Resiliencia, nuevas tecnologías que informan y conforman buena parte del basamento científico (algunos dirían neurobiológico) de la Resiliencia y acciones efectivas en el proceso de su acentuación, superación o mejora. Aparte del vínculo Resiliencia-Resistencia-Recuperación (Hodgson et al., 2015), una asociación confrontativa y casi automática del término se da con el concepto de estrés, canal común de numerosas y variadas experiencias o trances individuales a lo largo del ciclo vital, tales como pérdida de un ser querido, duelo, burnout, enfermedades crónicas (físicas y mentales), o del desarrollo socio-grupal-comunitario y de trances colectivos como desastres naturales, violencia social, doméstica, sexual, criminal o política (guerras, terrorismo, dictaduras, etc.) (Southwick et al, 2011; García-Izquierdo et al., 2017).

Existe también acuerdo en que toda definición de Resiliencia deberá incluir conceptos de funcionamiento integrado, adaptativo y saludable, constituir un constructo aplicable a individuos, familias, organizaciones, sociedades y culturas, y ser materia de múltiples niveles de análisis que incluyan variables genéticas, epigenéticas, demográficas, de desarrollo, culturales, sociales y económicas (Southwick et al., 2023).

Diccionarios académicos definen Resiliencia como “cualidad o estado de ser flexible y capaz de recobrarse rápidamente de condiciones de depresión o desaliento, además de poseer la capacidad de retornar, de rebotar”. La Asociación Psicológica Americana (2010) definió Resiliencia como “el proceso de adaptación eficiente en el proceso de afronte de adversidad, trauma, tragedia, amenazas o fuentes significativas de estrés tales como problemas familiares y de relaciones interpersonales, serias dificultades de salud o estreses laborales o financieros”. Otras definiciones utilizan conceptos tales como “funcionamiento libre de síntomas luego de exposición a situaciones traumáticas” (Bonanno, 2012), o postulan una casi absoluta concepción neurobiológica basada en la regulación sostenida de circuitos cerebrales, neurotransmisores y hormonas vinculados al binomio estrés-temor (Charney, 2004; Ozbay et al., 2008).

Un factor de importancia en todo debate en torno a la definición de Resiliencia plantea si el término es un desenlace (outcome) de situaciones de estrés y trauma o, mas bien, un proceso que media la respuesta a estrés y trauma (Southwick, Douglas-Palumberi et al., 2014). Como ejemplos de la primera alternativa se citan estados “sin síntomas” luego de experiencias traumáticas, i.e. falta del diagnóstico de Trastorno por Estrés Post-traumático (TEPT), registro de recuperación de tales síntomas, y/o buen funcionamiento a pesar de la presencia de psicopatología relacionada al trauma (Resiliencia funcional). De su lado, definiciones de Resiliencia como proceso incluyen cogniciones, reacciones emocionales y conductas que se constituyen en componentes decisivos de adaptación en respuesta a estrés y trauma.

No faltan autores que abogan enérgicamente por la necesidad de definiciones “operativas” de Resiliencia, a fin de prevenir que el término asuma un carácter coloquial y, por lo mismo, superficial. Este enfoque postula la integración de diversos componentes cuya mensuración o cuantificación les confieren objetividad y solidez. Masten (2013, 2014) defines Resiliencia como “la capacidad de un sistema dinámico a adaptarse exitosamente a perturbaciones o disturbios que amenazan la viabilidad, la función o el desarrollo de ese sistema”. A su vez, Panter-Brick (2014) insiste en funcionalidad como elemento casi indispensable de la definición al describir Resiliencia como el proceso de “agrupación (o convocatoria) de recursos que contribuirán a un bienestar sostenido”.

Un último concepto-base de la definición integral que buscamos es el de “contexto”, i.e. la variedad de situaciones y circunstancias en las que podría aplicarse una concepción claramente abarcadora del término Resiliencia. Contexto entraña la apreciación no solo subjetiva del escenario o escenarios en los que la experiencia del individuo resiliente tiene lugar. Implica aspectos descriptivos, estáticos, fenomenológicos y ubicables de aquel escenario, pero también las interacciones, transacciones, reciprocidades e impactos de sus componentes (ten Hove y Rosenbaum, 2018). La variedad de los contextos es casi reflejo de la complejidad de conductas (positivas o negativas) de la especie humana que es, en última instancia, el agente que desencadena, precipita o agrava los elementos o eventos adversos a los que la Resiliencia enfrenta.

Sobre estas bases, a la vez multidisciplinarias y multidimensionales, se puede elaborar una suerte de definición suficientemente amplia e inclusiva de Resiliencia: Capacidad y proceso constituido por recursos de base bio-psico-socio-cultural-espiritual que movilizan acciones y conductas de afronte y manejo de situaciones de adversidad, tensión y amenaza en diferentes contextos y conducen a la superación de las dificultades, recuperación emocional y física y acumulación de experiencias intrapsíquicas e interpersonales positivas.

DETERMINANTES DE LA RESILIENCIA

De manera similar a la que los estudios sobre salud y salud mental o sobre sus componentes individuales demuestran, Resiliencia, en tanto que expresión personal o grupal, responde a una serie de factores determinantes, de elementos forjadores de la capacidad y del proceso mencionados en la definición. Estos determinantes, procedentes de diferentes fuentes, interactúan de manera sistemática y más o menos intensa confiriendo al individuo un nivel de Resiliencia único e intransferible (Hanson y Hanson, 2018). Al mismo tiempo, sin embargo, la Resiliencia de una persona puede servir, directa o indirectamente, como modelo o fuente de aprendizaje para otras que atraviesan situaciones similares.

Existe activa discusión en torno a posibles bases genético-neurobiológicas de Resiliencia (Charney, 2004; Simeon et al., 2007; Yehuda et al., 2010), considerada como un rasgo predictivo o predecible o un proceso de trayectoria más o menos variable; en cambio, cuando conceptualizada fundamentalmente como rasgo genético, puede determinar una respuesta específica (y casi fija o invariable) a circunstancias adversas. Sabemos, sin embargo, que todo organismo vivo y funcional, desde virus hasta seres humanos, está inevitablemente envuelto en activo intercambio con realidades ambientales más o menos definidas que, además, contribuyen decisivamente a cambios biológicos. Estas realidades incluyen inequidades, aislamiento social y pobreza (Walker, 2009; Sivak, 2018a). Con estos conceptos como punto de partida, Yehuda et al., (2006) señalan que lo que hace a algunas personas más resilientes que otras sería una combinación de mejor ADN, mejores oportunidades, mejores sistemas de apoyo y varios otros factores no-genéticos actuando solos o interactuando mutuamente.

Variables o correlatos biológicos de resiliencia efectiva sirven en el pronóstico de respuesta a manejos farmacológicos longitudinales, por ejemplo. Se habla incluso de “biomarcadores” de la Resiliencia, medidas de estrés fisiológico como presión arterial, niveles hormonales, función inmunitaria o metilación genética. Funciones cognitivas como inteligencia o memoria, o disposiciones psicológicas como temperamento o neuroticismo, tienen definidas bases biológicas (Niitsu et al, 2017). Más específicamente, son varias las regiones o zonas cerebrales que constituyen el sustento neurofisiológico y endocrino de la Resiliencia (Southwick y Charney, 2012): la amígdala (asociada con miedo y alarma); corteza prefrontal, que facilita funciones de planificación, toma de decisiones y regulación emocional; hipocampo, con roles de aprendizaje, memorización y regulación del estrés; corteza cingular anterior, base de focos atencionales, monitorización de errores y conflictos, información y regulación emocional; ínsula anterior, con roles en la detección de alerta cerebral y regulación del estado físico; y núcleo accumbens o “centro del placer” que media experiencias de recompensa y castigo.

Además de muchos otros sistemas y microsistemas corporales, Resiliencia envuelve una variedad de hormonas, neuroreceptores y neurotransmisores (cortisol, epinefrina y norepinefrina, serotonina, dopamina, oxitocina, neuropéptidos y factores como el neurotrófico cerebral, plasticidad mitocondrial, etc.) (Cramer et al., 2014; Hunsberger et al., 2009). Todos ellos son instrumentos que complementan estructuras personales de sentimientos, emociones y conductas y ayudan a comprender los mecanismos mediante los cuales riesgos y resiliencia imprimen rúbricas epigenéticas y fisiológicas en el cuerpo humano.

En esta elaboración, se deja entrever ya, sin embargo, el vigor de otros componentes de Resiliencia, más allá del basamento biológico. El cerebro es, indudablemente, órgano rector de procesos de aprendizaje y adquisición de todo tipo de informaciones (además de modalidades de adaptación, lenguaje, memoria y otros recursos) (Charney, 2004; Chan et al., 2018) pero, como parte de una especie (la humana) esencialmente social (Cohn et al., 2009; Masten, 2018), contribuye también a elaborar sistemas adaptativos a través de procesos de evolución biológica y socio-cultural en constante cambio, i.e., apego, apoyo social, religión, inteligencia, flexibilidad cognitiva y habilidad en la solución de problemas, etc., es decir, la ecuación desafíos vs. obstáculos (Crane y Searle, 2016). En cuanto a ambiente per se, el factor económico en el contexto de pobreza y su rol causal de niveles deficientes de Resiliencia (determinados por falta de oportunidades, incoherencia social, ausencia de poder efectivo o limitada capacidad de gestión) son temas complejos y aun poco estudiados (Ellis y Abdi, 2017).

Una de las fuentes más copiosas de información tiene que ver con modalidades de afronte (coping) de una gran variedad de situaciones que generen destrezas de auto-regulación, vitalmente importantes para la adaptación o el manejo de muchas clases de amenazas. Así, se ve cómo van adquiriendo forma y vigencia, determinantes psicosociales clave en el desarrollo de la Resiliencia a lo largo del ciclo vital. Un sistema adaptativo de extrema importancia, desde los años tempranos, es el de manejo de la motivación, poderoso agente en el proceso de aprendizaje que conduce, casi automáticamente, al examen de las perspectivas culturales de Resiliencia, es decir el set de actitudes, creencias, hábitos y prácticas, lenguaje, estilos conductuales y significado de acciones personales, intra- e inter-grupales (Oshri et al., 2017; Arewasikporn et al., 2018). La recuperación de cualquier tipo de experiencia traumática implica la reconstrucción de significados que confieran protección y actitudes positivas a través de factores como optimismo, estilos cognitivos, capacidad atributiva, visión del mundo, prácticas curativas, creencias acerca de salud y enfermedad, etc. Todos estos factores tienen, sin duda, una poderosa raíz cultural (Alarcón, 2013).

Se trata, pues, de una interacción que puede conferir a Resiliencia, sinonimias fascinantes en forma de palabras simples pero profundas como, por ejemplo, Esperanza. La literatura psicológica, psiquiátrica y filosófica sobre esperanza (Alarcón y Frank, 2012; de Figueiredo y Gostoli, 2013) incorpora una larga colección de elementos adscritos a la definición de Resiliencia, estrecha e inevitablemente conectados con el futuro, articulando así una narrativa coherente, razonable y poderosa: la vida tiene sentido a pesar de caos, brutalidad, estrés, preocupaciones o desesperación.

A su turno, esta “ecología social” de la Resiliencia apunta a escenarios diversos que amplían el sentido del proceso. En muchos aspectos, este razonamiento lleva a la reiteración de un concepto mencionado arriba: el contexto.

Resiliencia reside en diferentes escenarios y se manifiesta a diferentes niveles. Así como un individuo, sea cual fuere su edad, género, ocupación o posición socio-económica (Silbaugh y Winchester-Silbaugh, 1998; Epstein y Krasner, 2013; Werneburg et al., 2018; Tsirigotis y Luczak, 2017), posee y utiliza resiliencia en numerosos momentos de su vida, la familia o la comunidad en tanto que grupos de individuos, la sociedad entera (de un país, una región o un continente) como depositaria de una historia pasada y presente, tienen también formas y dotaciones propias de Resiliencia, a ser usada en momentos adversos de su existencia colectiva. En tal contexto, Resiliencia encaja con concepciones y vivencias que también pueden llamarse solidaridad, co-participación, camaradería o amistad.

A manera de resumen, los determinantes de Resiliencia la cualifican de modo tal que, cuando invocada por sí sola, puede no reflejar ni la utilidad ni el peso de su multidimensionalidad. Los elementos complementarios (biogenéticos, psicológicos, sociales, económicos y/o culturales), facilitados por aquellos determinantes, edifican una Resiliencia de sólido impacto (Bonanno y Diminich, 2012) aplicable a contextos variados y variables. Una Resiliencia colectiva ciertamente enriquece la puramente individual ya que la variedad de gente involucrada aporta diferentes áreas de experticia, filosofía de vida, disciplina y conocimientos, campos que requieren intervenciones distintas y deseablemente complementarias. Se trata de respuestas integradas que, mediante diferentes sistemas, permiten afrontar exitosamente distintos tipos de problemas (Masten y Monn, 2015).

HACIA UNA NUEVA CONCEPCIÓN DE RESILIENCIA

Los párrafos precedentes conforman un conjunto de ideas que, más allá de definiciones y elementos determinantes, abren posibilidades de concepciones nuevas, diferentes e integradoras. Ya que se trata de un concepto múltiple y epistemológicamente extenso, Resiliencia es sensible a enfoques más o menos detallados, utilizando complementariedad como estrategia básica. Se propone pues, enseguida, el estudio del tema desde tres ventanales de observación, tres perspectivas que configuran Resiliencia como: a) Recurso existencial; b) Dinámica cultural y c) Dimensión clínica.

Resiliencia como Recurso Existencial

Las bases de esta propuesta inicial son esencialmente filosóficas y antropológicas. La existencia del ser humano configura una serie casi interminable de experiencias (Delgado, 1949; Saurí, 1989; Hanson, 2018) marcadas por el permanente intercambio con sus semejantes y con otros seres vivos, con el ambiente como escenario excitante y la naturaleza como desafío impredecible. El ser humano se pregunta a cada instante quién es, cuál es su rol en la vida y cómo se debe conducir en aquel proscenio, frente a sus espectadores y ante las incertidumbres que le plantea su propia actuación.

Al mismo tiempo, examina con qué recursos cuenta para tal afronte, comprendiendo muy temprano que tales recursos deberán provenir de los mismos recovecos de su ruta existencial, tamizados tal vez por su experiencia, sus percepciones, sus sensaciones y las perspectivas que los años le han forjado. Tal es la Resiliencia como recurso existencial.

Resiliencia emerge pues de la aceptación de los retos planteados por la Adversidad como elemento también idóneo del proceso existencial, es respuesta nacida de la experiencia de ser y de vivir, de observar y de observarse, del raciocinio enfocado en la relación causa-efecto y en nociones de significación y explicación. Es indudablemente de factura esencialmente individualista, pero ello no significa egoísmo o exclusivismo: por el contrario, Resiliencia, en tanto que recurso existencial, abarca trayectoria vital (existencia) y convivencia con el otro y los otros (Baumeister y Leary, 1995; Seery et al., 2010).

El instrumento fundamental de esta concepción de Resiliencia es la reflexión, ejercicio que algunos llamarían meditación, producto teleológico del filósofo que, de uno u otro modo, existe en todos nosotros. Las reflexiones a lo largo del tiempo constituyen una mentalidad, una manera de ver a la vida y a otros, de construir las bases de una filosofía personal e intransferible. Muchos autores agregarían un elemento religioso/espiritual a la estructura existencial de la Resiliencia, por la significativa carga de subjetividad y trascendencia que tal elemento posee y ejercita (Frederickson et al., 2008).

En suma, Resiliencia como recurso existencial recorre las páginas vitales de cada quien, elabora maneras de enfrentar estrés, amenazas y angustias, inestabilidades o traumas individuales y colectivos ofreciendo una mirada psico-espiritual a los orígenes y desenlaces de tales confrontaciones (Burwell-Naney et al., 2019). La Adversidad trastorna itinerarios existenciales de modo tal que la existencia, así amenazada, deberá recurrir a fuentes de lucidez, tolerancia y coraje, construidas con empeño a lo largo de su propia ruta (Goud, 2005).

Resiliencia como Dinámica Cultural

Cultura es un término con muchas definiciones, la mayoría de las cuales reconocen la convergencia de una variedad de características colectivas, es decir, grupales, que se acumulan a lo largo del tiempo y de la historia para contribuir a la forja de una identidad propia y definida de la comunidad involucrada (Silbaugh y Winchester-Silbaugh, 1998; Bhugra y Bhui, 2007; Alarcón, 2013). Las llamadas “variables culturales” incluyen, como ya se señaló, conceptos tales como lenguaje, creencias, tradiciones, hábitos y costumbres, principios de autoridad, estructura familiar, etc.., etc. que, a la manera de un puzzle, encajan uno a otro hasta constituir un cuadro coherente y comprensible (Gallo et al., 2009). Este último logro recibe, en el alfabeto socio-antropológico, el nombre de Identidad. Cultura y sus más importantes componentes concurren y convergen para constituir la noción y el ser de Identidad.

Se define entonces Identidad como el conjunto de características distintivas, inconfundibles y, por lo tanto, propias de un individuo, un grupo o una comunidad y que determinan la forma y el fondo de las percepciones que otros tienen del portador de tal identidad (Hirsch, 1982; Bion, 1996). Lo inconfundible radica en el hecho de que la identidad es posesión autónoma, incambiable. Cultura e identidad son conceptos eminentemente complejos porque, para empezar, representan una posesión no compartida de características individuales o grupales, ayudan a definir a su poseedor a lo largo del tiempo y constituyen un reservorio de ideas, pensamientos, sentimientos, actitudes y conductas sumamente importantes en el transcurso de la historia de la Humanidad (Kleinman, 1988).

El término Dinámica tiene –en relación a Resiliencia– implicaciones sustantivas y adjetivas: es fuente o agente instrumental de acciones e interacciones y es, también, resultado de esas interacciones. Por tanto, Resiliencia como Dinámica Cultural implica, precisamente, activas raíces culturales (más propiamente, multiculturales) para una noción y una práctica que viene a formar parte del repertorio psicosocial y conductual de individuos, familias, comunidades y sociedades (Güngör y Perdu, 2017). Al igual que otras nociones y prácticas, puede decirse que Resiliencia sigue un activo proceso formativo hasta constituirse en la manera más o menos típica y esperable de reacción a la adversidad, por parte de sus protagonistas. A diferencia de la naturaleza existencial descrita arriba, la Resiliencia como dinámica cultural es más concreta, más explícita, más compartida y, por todo ello, tal vez más distintiva de su poseedor y de sus acciones (Alarcón et al., 2012).

El aprendizaje de atributos como Resiliencia dentro de procesos dinámico-culturales confiere actitudes y estilos típicos en individuos y grupos. Los niños inician tal aprendizaje siguiendo lo que ven hacer a sus padres cuando en presencia de elementos adversos. El aprendizaje se diversifica y acentúa más adelante a través del contacto con miembros no nucleares del grupo familiar y en el periodo escolar con el inicio de la socialización adolescente y del contacto con diversos grupos y subgrupos comunitarios. Finalmente, experiencias propias y ajenas con circunstancias traumáticas (violencia familiar o callejera, desastres naturales, muertes de personas cercanas o figuras públicas, inestabilidad política, problemas de salud colectiva [i.e., epidemias], testimonios y consecuencias de pobreza y otras deprivaciones, asunción de responsabilidades sociales y familiares cada vez más complejas, etc., etc.), proporcionan el background de adversidades en el que se genera la Resiliencia (Liddell y Ferreira, 2019). Y no es exagerado afirmar que los niveles de Resiliencia se convierten así en componente cardinal de la Identidad de individuos y grupos.

Sin disminuir la relevancia de ejemplos individuales, las características grupales o comunitarias de Resiliencia ofrecen mejor evidencia del impacto de la dinámica cultural en su formación. Es así como en diversas comunidades étnicas, países o continentes, se reconoce una variedad de respuestas a experiencias adversas más o menos similares, i.e., un desastre natural: angustia caótica, resignación o estoicismo, actividades reparadoras inmediatas, surgimiento de actitudes solidarias, énfasis renovado en prácticas religiosas, irritación, conflictos o provocaciones colectivas, sumisión y pasividad, etc., etc. (Alonso et al., 2018). En suma, una heterogeneidad de estilos resilientes que son resultado de dinámicas culturales distintas.

Resiliencia como Dimensión Clínica

Resiliencia es la armadura emocional, la reserva subjetiva, cognitiva y conductual con la que los seres humanos se defienden o hacen frente a situaciones que los ponen a prueba. De lo dicho hasta ahora, se puede asumir que, si bien todos poseemos un nivel o una medida de Resiliencia, ésta no es igual ni uniforme y, por lo tanto, su efectividad varía de persona a persona, de comunidad a comunidad (Peterson y Seligman, 2004; Friedberg y Malefakis, 2018). Es así como Resiliencia adquiere el carácter de Dimensión Clínica aplicable a “casos” de síntomas, síndromes o enfermedades que, aparte de una mensuración sistémica objetiva (Ayyub, 2013), requieren manejo situacional y atención médica de naturaleza predominantemente psicológico-emocional o psiquiátrica. De su vigor y eficiencia depende muchas veces el resultado de cada manejo terapéutico.

Si, por razones de concreción conceptual, llamamos estrés al conjunto de factores que ponen a prueba la Resiliencia del individuo o grupo afectado, asumimos también que cada entidad estresante genera impactos emocionales de magnitud diversa, manejables en mayor o menor escala por la Resiliencia del afectado y la ayuda del profesional consultado. Las variedades clínicas de este impacto tienen etiquetas diagnósticas diversas incluidas en nomenclaturas internacionales (APA, 2022; OMS, 202), vgr. ansiedad, depresión, pánico, somatizaciones, conversión, conductas suicidas, estrés postraumático, cuadros psicóticos, etc. (Echezarraga et al., 2017; Horn y Feder, 2018; Alayarian, 2019). La detección, caracterización, medición, estimulación o reforzamiento de la Resiliencia son, entonces, medidas terapéuticas indispensables y sustancialmente valiosas.

¿Dónde, en qué parte de la estructura psicológica o mental del ser humano, residen la Resiliencia y sus recursos?. Más allá de localizaciones cerebrales más o menos precisas (“marcadores biológicos”, según modismos sofisticados) (Insel 2010), muchos autores responderían que el asiento habitual, desde una perspectiva integrativa, sería la personalidad, ente cuya significativa variedad de rasgos configura estilos o conductas que caracterizan o “describen” a individuos y grupos alrededor del mundo (Alarcón et al., 1998; Oldham et al., 2005). El volumen o “tamaño” de la reserva de Resiliencia en cada individuo puede ser deficiente, normal o superior. El primero –condicionante fundamental de respuestas poco efectivas ante la adversidad— es componente significativo de uno o varios de los llamados Trastornos de Personalidad (APA, 2022) aun cuando, en personas consideradas normales, la Resiliencia puede debilitarse o fallar, cediendo paso a otros trastornos clínicos, declarados y progresivamente deteriorantes.

Un elemento precoz pero muy importante del ciclo de deterioro anímico, cognitivo, mental o conductual al que puede conducir el déficit de Resiliencia es la llamada Desmoralización (de Figueiredo, 2007), caracterizada por desaliento, impotencia creciente ante el avance del evento agresor, dudas existenciales, desesperanza, desconcierto e indecisión marcada. Todo clínico envuelto en el manejo temprano de este tipo de circunstancias debe explorar niveles y características de la desmoralización, su contexto y su impacto sobre niveles y fortalezas de la Resiliencia. La relevancia de esta evaluación para el planteamiento de acciones preventivo-promocionales en Salud Mental es fundamental (de Figuereido y Gostoli, 2013). Los objetivos de tales planteamientos se centran en “el desarrollo de programas universales, selectivos y específicos en cuanto a propósito y diseño, a fin de prevenir respuestas dañinas a estrés y adversidad en grupos en riesgo” (Southwick et al, 2011).

Es indudable que, en las circunstancias actuales, la experiencia de la pandemia por COVID-19 en sus diversos aspectos por parte de prácticamente todos los sectores de la población mundial es el desafío más dramático a la capacidad de respuesta, aceptación y resiliencia de la especie humana (Polizzi et al., 2020). Aparte de las entidades clínicas ya mencionadas, la respuesta emocional en diferentes grupos etarios puede no necesariamente alcanzar niveles diagnósticos considerables (Cosco et al, 2017; Traub y Boynton-Jarrett, 2017), pero sí crear situaciones de victimización, rumiaciones afectivas, sentimientos abrumadores de impotencia o mecanismos poco saludables de afronte, tales como abuso de sustancias o alcohol.

En el ámbito clínico, Resiliencia puede ser gráficamente concebida como la “capacidad de seguir adelante, en medio y a pesar de los golpes”. Cuando estrés, adversidad o trauma golpean, se experimentan ciertamente sentimientos como rabia, tristeza o dolor, pero la Resiliencia permite el continuar “funcionando” tanto física como psicológicamente. Resiliencia no significa únicamente tolerar o “aguantar”, ser estoico o manejar la situación por sí solo: de hecho, uno de sus elementos claves es el ser capaz de buscar el apoyo y la ayuda de otros. Y es en tal coyuntura social (o sociogénica) que se manifiestan un buen número de acciones o medidas que los clínicos sugieren como fundamentales para el fortalecimiento y la mejora de la Resiliencia –-modalidades cruciales de prevención y manejo de enfermedades mentales (Precious y Lindsay, 2018).

Es admirable la coincidencia de muchos autores en la recomendación de medidas de tipo social como elementos estimuladores de una Resiliencia más vigorosa (Selvaraj y Bhat, 2018). Instituciones como la Clínica Mayo extienden una variedad de consejos: a) mantener conexiones positivas con familiares, amigos, vecinos, compañeros de labor, etc; b) hacer de cada día una oportunidad de propósitos y acciones significativas; c) aprender de experiencias pasadas; d) mantener la esperanza; e) cuidar de sí mismo en términos de actividad física, dieta, sueño, técnicas de relajación, etc; y f) ser proactivo, planificar con antelación y previsión.

En suma: control, coherencia y conexiones (Polizzi et al, 2020). Dennis Charney, distinguido investigador en psiquiatría biológica, TEPT y Resiliencia (Charney, 2004), coincide en varios puntos y, junto a otros autores (Southwick et al., 2005) ha resumido sus experiencias en lo que llama Diez Principios Esenciales de la Resiliencia: 1) Ser optimista, pero no a niveles poco realistas; 2) Desarrollar flexibilidad cognitiva que permita reconfigurar, asimilar, aceptar y recuperar; 3) Abrazar sólidos principios morales y/o espirituales; 4) Buscar y encontrar un modelo resiliente; 5) Afrontar los miedos o temores propios; 6) Usar activos mecanismos de afronte, incluida la búsqueda de ayuda de otros; 7) Desarrollar una consistente red de apoyo social; 8) Contar con tiempo para actividades y ejercicios físicos; 9) Desarrollar inteligencia emocional e integridad moral propias; 10) Reconocer y utilizar fortalezas que son propias (i.e., generosidad, buen humor, tenacidad, etc.).

Es razonable admitir que la exploración de los componentes biológicos del estrés abre el camino a manejos médico-farmacológicos que, al tener tales mecanismos como objetivo primordial, pueden promover Resiliencia durante y después de una experiencia traumática. Hay varios proyectos de investigación en marcha, probablemente el más saltante de los cuales tiene al Neuropéptido-Y (NPY) como objetivo central (Morgan et al., 2000, 2002). NPY es una molécula cerebral que asiste al organismo en su manejo de ansiedad y miedo experimentadas en respuesta al estrés: altos niveles de NPY se asocian consistentemente con una mejor performance en situaciones estresantes tanto en estudios animales como con humanos. Se han diseñado ya tests que usan instilación nasal de NPY antes de exponer al individuo a situaciones de estrés controlado y evaluar el impacto de su estilo de manejo.

En los últimos 4-5 años, se han estudiado, asimismo, los efectos del anestésico ketamina (ya utilizado en casos agudos de depresión y conductas suicidas [Liriano et al., 2019; Almeida et al., 2024]), luego de haberse comprobado, en un estudio piloto con pacientes de TEPT crónico, que los síntomas mejoraron significativamente 24 horas después de una infusión endovenosa. En animales de laboratorio se ha demostrado que el tratamiento previo con ketamina reduce significativamente la respuesta a situaciones experimentales de estrés aplicadas una semana después (Chen y Denny, 2023).

DISCUSIÓN

No cabe duda de que los conceptos de Resiliencia, su estudio detallado desde diferentes perspectivas, su cultivo y las consecuencias de su valía o de su eventual déficit funcional continuarán generando fascinación y redoblado interés en una variedad de terrenos heurísticos. Al lado de nuevas definiciones y de intentos serios de estudios sistemáticos y de validez universal, es importante remarcar la variedad de características y estilos de Resiliencia determinados por factores existenciales, socio-culturales y clínicos (Bennett et al., 2018; Friedberg y Malefakis, 2018). Los múltiples significados y el peso que todos estos factores adscriben a la Resiliencia resultante ayudan, asimismo, a explicar aquella variedad. Países o regiones de características fundamentalmente socio-céntricas pueden desarrollar una Resiliencia adaptada y adaptable a las necesidades comunitarias o grupales, a veces en detrimento involuntario de la preservación individual. Por el contrario, la Resiliencia individual o individualista es más prevalente en países, continentes o zonas egocéntricas (ten Hove y Rosenbaum, 2018; Iasiello et al., 2019) debilitando un tanto su valía en el ámbito colectivo.

El afronte integral

Ante la multiplicidad de estilos y acciones resilientes, los estudios sobre el tema resaltan claramente la utilidad de un afronte integral en el cultivo y la aplicación de Resiliencia a efecto de optimizar su impacto. En el llamado “mundo globalizado”, esta propuesta tiene, teóricamente, una validez implícita pero, lamentablemente, muchos de los llamados determinantes de la Resiliencia provienen del entorno social y coinciden, en general, con la noción de determinantes sociales de la salud y la salud mental (Jakovljevic, 2018; Shim y Compton, 2018; Alarcón, 2024). Prominente entre ellos es la pobreza que contribuye, por un lado, a vulnerabilidades de salud y, por otro, a deficiencia de recursos para corregirlas, es decir, una Resiliencia mediatizada. En varias regiones del mundo, la pobreza se asocia a otros factores tales como pertenencia a minorías étnicas y secuelas de procesos migratorios, i.e., estrés de aculturación, bajo nivel educativo o falta de empleo (Ellis y Abdi, 2017; Jowell et al., 2018; Wu et al., 2018).

Un ejemplo claro de este enfoque se da en los llamados Países de Medianos y Bajos Ingresos (Low and Median Income Countries, LMICs en inglés), en los cuales la evidencia disponible enfatiza utilización de intervenciones diversificadas (con componentes múltiples) que involucren decisivamente al grupo familiar, posibiliten la activa intervención de consejeros (no solo de maestros o personal de salud) debidamente entrenados, y den cabida, con una perspectiva longitudinal, a necesidades local y culturalmente sensibles (Southwick et al., 2016; McAllister et al., 2017; Mesquita et al., 2019).

Necesidades básicas y recursos esenciales

Queda claro que el cultivo de la Resiliencia y sus múltiples rasgos es una jornada continua en la vida de todo ser humano cuyas necesidades básicas (seguridad, satisfacción y conexión) están arraigadas en la historia evolutiva de la especie y se han orientado desde siempre al logro de calma, fortaleza y felicidad como su destino cenital (Mosqueira et al., 2015). Desde esta perspectiva, Patriarca et al. (2018) delinean una “resiliencia organizacional” y Hanson y Hanson (2018) configuran cuatro vías a través de las cuales respondemos a cada una de aquellas necesidades: 1) Reconociendo lo verdadero y lo auténtico; 2) Recurriendo a nosotros mismos; 3) Regulando pensamientos, sentimientos y acciones; y 4) Relacionándonos con destreza a otros y al mundo. Estas vías generan una docena de fortalezas primarias que, paso a paso en la ruta de la evolución personal, harán de la persona un ser más resiliente, capaz de ofrecer más en ayuda de otros, de modo tal que “cuando las olas de la vida vienen a tí, serás capaz de recibirlas con paz, contento y amor en el núcleo de tu ser” (Hanson y Hanson, 2018). La Tabla que sigue resume este proceso:

 ReconocerRecurrirRegularRelacionar
SeguridadSensibilidadReciedumbreCalmaCoraje
SatisfacciónMentalizaciónGratitudMotivaciónAspiración
ConexiónAprendizajeConfianzaIntimidadGenerosidad

Fossion y Linkowski (2007) examinan Resiliencia como “un nuevo paradigma” en los campos de psicología clínica y psiquiatría. Al utilizar la perspectiva de modelos deterministas (psicológicos o biológicos), el estudio de Resiliencia permite evaluar a un individuo de acuerdo a sus recursos y no en base a sus defectos o fallas. Por mucho tiempo, sin embargo, Resiliencia fue frecuentemente utilizada en contextos inapropiados, sujetos a distorsiones normativas: el nuevo enfoque reclama la preferencia de estudios integradores que son motores del conocimiento moderno (genético-moleculares y socio-ambientales) (Elbau et al., 2019; Basu et al., 2020; O’Connor et al., 2021). Y en su manejo, la “creación de un propósito” preside experiencias reveladoramente positivas: de una cultura colectiva caracterizada por la colección de valores singulares, se desplaza a un sistema de relaciones de cuidado mediadas por interacciones humanas, valores, creencias y actitudes comunitarias. El propósito así creado genera el escenario de una cultura resiliente definida por propósito, pasión y por un saludable balance laboral, vital y espiritual (Spake y Thompson, 2013; Mochizuki et al., 2017).

CONCLUSIONES

En el campo de la Salud Mental existen pocos temas de estudio que, en el momento actual, reciban más atención que Resiliencia, por parte de investigadores y clínicos (Davydov et al., 2010). Entendida en un triple enfoque (como recurso existencial, dinámica cultural y dimensión clínica), su atractivo radica en la multiplicidad de sus características y rasgos en individuos, familias, comunidades y la sociedad global; esto exige un definido afronte integral y multidisciplinario, incluidos recursos tecnológicos modernos tipo Internet y redes sociales (Lehr et al., 2018). La actualidad de su vigencia –fuerte y positiva o escasa y débil— en todo el mundo se debe a una variedad de situaciones estresantes, e.g., crisis sanitarias como la pandemia COVID-19, desastres naturales como terremotos, huracanes, sequías o incendios forestales, y anomalías socio-políticas con enormes insumos de violencia, guerras, encono, polarizaciones, corrupción y abusos. Constituida en componente sumamente relevante del enfrentamiento con traumas y eventos estresantes, una Resiliencia disminuida requiere manejos psicosociales (preventivo-promocionales), psicoterapéuticos y farmacológicos que refuercen o aseguren su rol primario en el manejo de adversidades de diverso orden en el mundo contemporáneo (Blanchet et al., 2017; Martin-Soelch y Schnyder, 2019).

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