Diez rasgos relevantes de identidad humana: Edad, personalidad, nombre, sexo, raza, etnia/nación, clase, labor, rol y credo

Diez rasgos relevantes de identidad humana: Edad, personalidad, nombre, sexo, raza, etnia/nación, clase, labor, rol y credo

 

José Luis Díaz Gómez

Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina, Facultad de Medicina, UNAM y Academia Mexicana de la Lengua.


SER ALGUIEN; QUIÉN ES QUIÉN

“Soy artífice de mí mismo” proclamaba a finales del siglo XV Giovanni Pico della Mirandola en El Discurso sobre la Dignidad del Hombre, heraldo renacentista del humanismo. Esta idea de la autoconstrucción personal arraigó con fuerza en la modernidad occidental, pues concedía a cada ser humano la capacidad y la libertad de elegir su destino y definirse. Sin embargo, esta prerrogativa ha sido impugnada al menos desde tres perspectivas: el psicoanálisis subrayó la operación de mecanismos inconscientes en la identidad y la conducta humanas, las ciencias sociales mostraron la poderosa influencia de factores históricos y culturales, y las ciencias psicobiológicas han mostrado el impacto de ingredientes corporales y cerebrales en la conciencia de sí. Conviene entonces retomar el asunto de forma cauta, abierta y genérica: ¿cómo se establece, se erige y se expresa esta construcción de la persona, esta identidad humana?

La identidad personal asumida contribuye a dar sentido a la vida de cada quien porque responde de una manera más o menos concreta a las arduas preguntas existenciales de ¿quién soy?, ¿de dónde vengo y a dónde voy?, ¿a dónde pertenezco? Mediante la construcción de un concepto/imagen/representación de sí mismo, las respuestas a estas preguntas colocan al sujeto en un lugar de su mundo y en una trayectoria de su tiempo, así sea de forma tentativa, transitoria o provisional. Definir cierta identidad y que ésta sea reconocida por los demás proporciona a la persona un anclaje de arraigo y pertenencia que cumple al menos dos cometidos existenciales: por un lado, aporta orden y delimitación a su conducta, tanto de las acciones presentes como los objetivos futuros, y, por el otro, mitiga el miedo ancestral a la exclusión, la soledad y el aislamiento, a veces a expensas de la libertad, como veremos.

Cuando se pregunta a una persona quién es, o se busca quién es quién en bancos de información, se obtienen datos de nombre, edad, sexo, origen, genealogía, raza, educación, trabajo, profesión, nacionalidad, logros, creencias o relaciones, los cuales en conjunto, constituyen una identificación personal y pública. En efecto, la identidad es individual porque cada persona en alguna medida concibe y determina quién es y quién le gustaría ser, y es social porque esa persona reconoce, recoge, adopta y acoge en sí misma actitudes, modelos o costumbres que la sociedad vigente le ofrece y, como consecuencia de su incorporación, esta misma sociedad le reconoce y atribuye. En efecto, a lo largo de su existencia, las personas fundan y negocian sus identidades a partir de los fortuitos y cambiantes contextos históricos y culturales en los que les toca vivir (Frable 1997). A pesar de su variabilidad e incertidumbre, la identificación de cada persona mediante tales categorías tiene efectos sustanciales o incluso decisivos sobre su autoestima, bienestar psicológico, comportamiento y adaptación (Branch, 2001).

En su aspecto psicológico, la identidad personal es un constructo de lo que la persona considera son sus características propias y distintivas; es decir: constituye un autoconcepto definitorio. Los procesos cognitivos, afectivos, volitivos y comportamentales que identifican a un ser humano como un ente único imponen que su identidad personal se establezca con base en creencias, ideas o tradiciones en homogeneidad con unos congéneres o valores y en disparidad con otros. Es así que la persona llega a “ser alguien” al adoptar ciertos rasgos y rechazar otros para elaborar un modelo aceptable y aplicable de sí misma. Los sistemas de identidad constituyen procesos biológicos, fenómenos subjetivos y perfiles sociales que juegan un papel rotundo y definitivo en las apariencias, actitudes y conductas de las personas. Además, en su faceta psicológica de auto-reconocimiento, las categorías de la identidad propia constituyen modelos que afectan la vida social, en especial en referencia al lugar y el rol que la persona desempeña en el seno de su familia, trabajo, institución, comunidad y cultura. Es una identidad extendida que se forja durante el crecimiento, la educación y la interacción del individuo con el universo social de reglas, costumbres, expectativas y requerimientos que le toca vivir y compartir.

Ahora bien, los términos con los que las personas se identifican, a pesar de su aparente parquedad, conforman conceptos complejos de significados muchas veces escurridizos y problemáticos. Así, lejos de constituir una entidad homogénea y consolidada, la identidad personal es un crisol de identidades, donde algunas son nucleares y otras subsidiarias. No se trata de entidades cristalizadas y estables, sino cambiantes, permutables o incluso anulables, pues la persona adopta, afina y desecha identidades a lo largo de su vida, como sucede de manera patente con las conversiones, las decepciones o las deserciones religiosas, políticas, profesionales o amorosas. Al respecto, Miquel Rodrigo Alsina y Pilar Medina Bravo (2006) rescatan el siguiente pasaje de Capitán de mar y guerra, libro de aventuras de Patrick O’Brian, publicado en 1969:

¿Identidad?, preguntó Jack sirviéndose tranquilamente más café. ¿Acaso la identidad no es algo con lo que uno nace? La identidad a que yo me refiero es algo variable que existe entre el hombre y el resto del universo, un punto medio entre el concepto que éste tiene de sí mismo y el que tienen los demás de él, pues influyen el uno sobre el otro constantemente. Se trata de un flujo recíproco, señor. La identidad de que le hablo no es algo absoluto...

Estos autores catalanes proponen que, en vista de que uno se reinterpreta o se “reinventa” a lo largo de su vida, es importante cultivar una adecuada “fluidez identitaria”, pues una identidad inmutable no permite la adaptación y otra demasiado voluble o indecisa desorganiza la voluntad, la agencia y el comportamiento.

Ahora bien, a pesar de su papel de ubicación y orientación, la identidad es problemática en referencia a la libertad. Al definir una identidad, el individuo acepta una mayor o menor limitación de su libertad porque pende sobre su cabeza la amenaza de la exclusión, el desarraigo y el aislamiento. La socióloga y politóloga barcelonesa Montserrat Guibernau (2017), autora de Identidad ha subrayado los factores de pertenencia y reconocimiento en términos de la libertad. La pertenencia es un vínculo emocional que no sólo impulsa una identidad compartida entre los miembros de una colectividad y hace posible la lealtad y la solidaridad, sino que es un aspecto medular de la identidad individual. Esto se vuelve notorio cuando la pertenencia de la persona no sólo ocurre por ubicación circunstancial o casual, sino por decisión y elección, lo cual afianza su nivel de compromiso, lealtad y actuación pública. Además, la persona puede asumir o acatar ciertas normas y conductas, aunque no necesariamente las suscriba. La tensión entre la libertad individual y la imposición social marca una de las dimensiones de la opción política: la que cursa entre un extremo libertario y el otro autoritario.

Una parte importante y a veces crucial de la vida se ventila en la definición de la identidad personal en el contexto de múltiples restricciones que la sociedad impone. Es así que, cuando una persona cuenta su vida, en su narración destaca las interacciones — a veces en afinidad y otras en oposición — con personajes, instituciones, comunidades, costumbres o valores. Las escenas y experiencias rememoradas por la persona dan sentido a su existencia y definen al protagonista de su autobiografía: el yo narrado, un personaje virtual que se toma como real. Este modelo asumido y definido de uno mismo es la manifestación más consciente o explícita de la identidad personal y forma una parte nuclear, aunque endeble, de la autoconciencia.

A veces la identidad significa aquello que diferencia a una persona del resto (la identidad personal), o en otras aquello que identifica a esa persona con un sector de la población (la identidad colectiva). Los dos sentidos pueden ser considerados como caras complementarias de una singular moneda de cambio porque en los rasgos de identidad hay elementos heredados, biológicos, culturales, adquiridos, pretendidos, actuados y recreados, y el concepto a veces se emplea para significar una esencia fija o en otras una resultante de decisiones, elecciones y acciones. Todos estos factores intervienen en las diferentes identidades y dirimir las contribuciones de cada rasgo es una tarea necesaria si se pretende esclarecer el concepto y sus múltiples consecuencias. Es así que cada una de las diferentes identidades pueden ser exploradas desde muchos puntos de vista y, como intentaremos mostrar en el presente trabajo, es posible y relevante utilizar la información de las ciencias biológicas, de la salud, cognitivas, conductuales y sociales para abordarlas.

En su aspecto socio-afectivo, la identidad cronológica, psicológica, sexual, racial, étnica, política, laboral o religiosa asumida y detentada por cada quien reviste elementos genuinos y potencialmente satisfactorios de filiación, adhesión, cooperación, orgullo o celebración. Sin embargo, esa misma identidad puede y suele verse opacada, perturbada y muchas veces truncada e impedida por restricciones ligadas al poder, al rango y la discriminación que pueden desembocar en sufrimiento, odio y violencia. En efecto: muchas identidades son incautadas o vilipendiadas por quienes creen detentar o quieren imponer una ideología, religión, raza, nacionalidad, lengua o género pues, como afirma el escritor barcelonés Bernat Castany Prado (2023), la identidad humana entraña una madeja de paradojas. El concepto mismo de “identidad” varía según la lógica, la política o la publicidad que lo detente o lo explote, a veces para independizar y liberar o en otras para dominar y someter.

Para disminuir o paliar los factores negativos o destructivos cada persona requiere reconocer, solventar y neutralizar en su fuero interno los rasgos y sesgos de machismo, racismo, homofobia, xenofobia, desprecio de clase y otras formas de disriminación e identidad prejuiciosa. Sin embargo, estos rasgos no necesariamente desaparecen por la adopción volitiva de una ideología igualitaria o “políticamente correcta”, pues están arraigadas más allá de la racionalidad, o en sus brumosos márgenes. De esta manera la identidad constituye una dimensión o faceta de la autoconciencia y la existencia que cala verticalmente desde el ámbito más comunitario, público y político hasta el más personal, íntimo y subjetivo; implica el devenir vital de la persona en tanto individuo y llega a implicar aspectos subpersonales de su actividad fisiológica.

El concepto de identidad se utiliza de manera frecuente y creciente en la época actual. Tiene relación con el ser entendido no sólo como el sujeto de la filosofía y la metafìsica occidentales, sino con el ser del diálogo cotidiano, como se puede comprobar cuando una persona define su identidad utilizando este verbo fundamental de la lengua en primera persona del singular: yo soy… seguido de rasgos identitarios. Lo mismo sucede en la invención y descripción de personajes en la literatura. Por ejemplo, del célebre personaje Hamlet se podría afirmar que es un joven príncipe danés del medioevo nórdico, que es varón, blanco, soldado, estudiante y culto, o que es de carácter melancólico y vacilante, a veces meditabundo y en otras impulsivo, pero siempre astuto, llegando, muy a su pesar, a ser vengativo.

En el presente trabajo rastrearemos los 10 factores o rasgos más utilizados y asentados de identidad humana, intentando divisar y vincular las facetas biológicas, cognitivas, afectivas, comportamentales y sociales de cada uno.

Aunque se puede suponer que este crisol de identidades en su conjunto estructura y reviste la identidad global de cada persona, veremos que cada una de ellas tiene una configuración dinámica relativamente propia que se articula de diversas maneras con otras. De esta forma, la identidad global - la autoconciencia o yo personal - es una figuración tan persuasiva, seductora y borrosa como pueden serlo un espejismo o un arcoiris. Como se puede colegir, el tópico es laborioso y esta propuesta constituye un intento de bosquejarlo, siempre en desarrollo.

EDAD, EDUCACIÓN, EVOLUCIÓN PERSONAL

En la vida cotidiana las personas suelen identificarse a sí mismas o a otras con términos que indican la edad en años o la etapa cronológica que viven. Estos sustantivos (niña, anciano, adolescente, etc), constituyen información elemental para caracterizarlas pues estipulan un conjunto de apariencias corporales, estados fisiológicos, aptitudes mentales, capacidades conductuales o roles sociales. La identidad cronológica cambia marcadamente con el tiempo vivido, con la educación y con el desarrollo de capacidades existenciales que se aplican para la superación de conflictos y la adquisición de madurez, prudencia, sabiduría y bienestar, la eudaimonia, objetivo supremo de la vida humana para Aristóteles. De esta forma, la identidad personal tiene como elemento central el proceso vital e histórico que constituye la edad biológica estrechamente correlacionada a la educación adquirida y las capacidades de resolver dificultades o conflictos y vivir provechosamente. El desarrollo estaría protagonizado por un yo o un self que se forja, cambia y transcurre en las diversas etapas durante toda la vida como un conflicto entre el mundo personal y el mundo social. De esta forma, el proceso vital de un ser humano le permite articular una identidad coherente que deriva de la continuidad de su cuerpo y de su conciencia, de sus recuerdos y de su historia. En esta serie de trabajos estamos analizando que esta identidad personal es un constructo psicológico tan arraigado como complejo, cambiante y ajustable.

La edad es un proceso biológico e irreversible, que tiene constituyentes mentales particulares y patentes repercusiones sobre el comportamiento, tanto el de que emite o expresa la persona, como el que recibe de los demás de acuerdo a su etapa de vida. De esta manera, las etapas en el desarrollo de un individuo requieren considerarlo no sólo como organismo biológico, sino también como un sujeto con operaciones y facetas cognoscitivas, afectivas, comportamentales, sociales y comunicativas. Enumeraré a continuación 10 etapas en el ciclo de vida humana, a sabiendas de que son debatibles y no tienen una precisa delimitación cronológica o funcional: (1) lactancia, del nacimiento hasta el año de vida; (2) primera infancia, entre 1 y 6 años; (3) infancia media o niñez, entre los 6 y los 12 años; (4) pubertad o preadolescencia, entre los 10 y los 13 años; (5) adolescencia, entre los 13 y los 19 años; (6) juventud o adulto joven, entre los 20 y los 40 años; (7) madurez o mediana edad, entre los 40 y los 60 años; (8) vejez o adulto mayor, después de los 60 años; (9) ancianidad, despues de los 70 años y (10) senectud, después de los 80 años. Las denominaciones varían en diferentes culturas o épocas y según la condición personal. Por ejemplo, atestiguamos en las últimas décadas que, en tanto la pubertad se ha adelantado y la adolescencia se ha extendido, los signos de madurez, vejez, ancianidad y senectud se han alargado y se aplican a cada persona de acuerdo a sus capacidades y funciones conservadas, disminuidas o perdidas, más que a sus años de vida.

Según destacados investigadores de la génesis psicológica del ser humano durante la infancia y la juventud, como Jean Piaget (Piaget e Inhelder, 1984) o Erick Erikson (1982), las etapas se caracterizan por mecanismos de adquisición y asimilación del conocimiento, y se superan por resoluciones de conflictos, lo cual provee al sujeto de mayor dominio y energía para solventar nuevas etapas y retos.

Una parte muy relevante de la identidad personal y social es el nivel y acervo educativo de la persona, no sólo el adquirido formalmente por estudios escolares oficialmente validados, sino el conocimiento alcanzado al margen de ellos, de forma independiente y por motivación propia.

Desde luego que en la gestión de la vida no solo importa el acervo de conocimiento, sino la habilidad para aplicarlo en todo momento y ante nuevos problemas y desafíos, capacidad múltiple que define a la “inteligencia”. Este término tiene una gran importancia social y cultural para caracterizar a las personas, aunque los intentos de cuantificación, como el coeficiente psicométrico denominado IQ, han sido polémicos y al parecer se refieren a ciertas hablidades, más que a una capacidad global o integral. Por lo demás, no se han llegado a entender las habilidades mentales personales en términos de procesos cerebrales individuales (Deary, 2001).

La neuropsicología del desarrollo es clave para comprender los procesos cerebrales y mentales de adquisición y aplicación de la información (Enseñat, Rovira y García-Molina, 2023). El cerebro del recien nacido pesa una cuarta parte del cerebro adulto. Duplica su peso de forma acelerada en el primer año de vida, llega al 80 % de su volumen final a los tres años de edad y al 90% a los 5. Se calcula que se establecen un millón de conexiones o sinapsis cada segundo durante la niñez, una arborización y conectividad profusas que dependen en buena medida de las circunstancias del medio y de los acomodos o los desacoples a ellas que establece cada infante. Entre los 3 y los 6 años se fortalecen aquellas conexiones neuronales que son útiles y se desechan las que no lo son, un fenómeno de selección que se conoce como poda. Este es un periodo crítico del desarrollo pues las experiencias que determinan los enlaces y ensambles neuronales marcan muchas características del funcionamiento cognitivo individual. Muchas teorías psicológicas subrayan la trascedencia de este periodo para determinar la personalidad.

Durante la etapa de la niñez, los infantes desarrollan capacidades para procesar el lenguaje no sólo de acuerdo a los significados de los conceptos, sino a sus posibilidades abstractas, las que se establecen entre diversos significados o se derivan de las emociones y acciones que los expresan. Los infantes empiezan a usar la imaginación para pensar, se percatan de que las palabras son etiquetas, voces y señas arbitrarias, aprenden a aplicar los significados de uso común para ampliar su dominio semántico y a entender lo que significan los números, las operaciones aritméticas y las leyes de la geometría.Varias características de esta etapa infantil se suelen perder en las siguientes, pero pueden recuperarse. Entre ellas están la curiosidad incesante, la capacidad de involucrarse plenamente en los juegos y el disfrute de la imaginación creativa. Recientemente se ha propuesto la interdisciplina de “neuroeducación” para denominar a las bases cerebrales del aprendizaje escolar (Mora, 2013) y de “neurodidáctica” a sus aplicaciones pedagógicas (Nieto Gil, 2011).

Si bien la criatura humana va adquiriendo y definiendo identidades a lo largo de su crecimiento y desarrollo, es en la adolescencia cuando busca y ensaya con mayor ímpetu y ahínco quién es y quién quiere llegar a ser. Durante esta etapa crítica de la vida humana las capacidades de relación, autoestima, autosatisfacción y formación de identidad prosperan muchas veces a tumbos en correspondencia con una maduración acelerada de los sistemas cerebrales que sustentan y permiten la percepción social, la expresión personal o la recompensa afectiva (Vijayakumar y Pfeifer, 2020).

El cerebro alcanza su desarrollo anatómico en el adulto joven porque el lóbulo frontal, el cual ha medrado de manera exponencial durante la hominización, es tambien la última parte del cerebro en terminar su conformación y asentar sus redes de conexiones. Este lóbulo es crucial en la elaboración y expresión de las llamadas funciones ejecutivas del cerebro, asociado con la planeación, la toma de decisiones y el razonamiento.

En forma ligada a la constitución de un cerebro integrado en sus diversas partes, redes y funciones, la madurez psicológica se caracteriza por la unión de las diversas funciones en la comprensión y ejecución de un propósito y proyecto en la vida. La madurez es un constructo que usualmente implica el “hacerse cargo de uno mismo” y “tener criterio propio”: la independencia y la autonomía del individuo para tomar decisiones coherentes, llevar a cabo las acciones correspondientes y la capacidad de afrontar retos y adversidades, lo cual conforma un cúmulo de responsablidades que el sujeto asume en su madurez. En diversas culturas existe el concepto de “mayoría de edad” para indicar un umbral jurídico y moral de autonomía y responsabilidad que implica un conjunto de derechos y obligaciones legales.

La madurez también implica la introyección y aceptación de ciertas normas y reglas que guián el mencionado propósito y sentido de la vida.

Las personas avanzan por la madurez y se acercan a la vejez o “tercera edad” bajo amenaza de múltiples quebrantos: pérdida de salud, fuerza y eficiencia, de memoria e inteligencia, de libertad y autonomía, de lozanía y sensualidad. En tiempos recientes se han restringido las funciones de ayuda, cuidado o educación que los abuelos o los familiares ancianos solían cumplir. El triste estereotipo del viejo o la anciana como seres frágiles, inútiles y vegetando en asilos es prevalente en las sociedades urbanas. En este contexto, es importante rescatar las ventajas, utilidades y posibilidades de la vejez que son inherentes a una larga vida que antaño se identificaba con el arquetipo del viejo sabio o la sabiduría de la vejez. Las personas ancianas muestran una forma de razonamiento de alto orden en mayor proporción que los jovenes y los adultos maduros (Giblin, 2011) y se conoce que su cerebro recluta más áreas frontales que el de los jóvenes en la ejecución de las mismas tareas (Howieson, 2015). Los ancianos emplean procesos de atención y memoria derivados de su experiencia (Mather y Carstensen, 2005), recuerdan mejor los eventos agradables de su pasado al tiempo que superan los eventos negativos por haber zanjado conflictos, asumido pérdidas o perdonado a quienes les infringieron sufrimiento; mejoran formas de razonamiento y solución de problemas prácticos (Baltes y Baltes, 1993), muestran mejores capacidades para razonar dilemas y manejar conflictos (Grossmann et al, 2010) y poseen habilidades de regulación cognitiva y emocional que les procuran mayor satisfacción. En suma, la reserva cognitiva, afectiva y fisiológica es una inversión acumulada que fructifica en bienestar y plenitud (Tucker y Stern, 2011).

El sentido de identidad es parte sustancial de la culminación de la vida, pues implica definir y gozar de un camino que llega a su término. La persona anciana determina la trayectoria que le ha permitido ubicarse en su mundo y en su tiempo, que le ha llevado a ser quien es, a sentir que ha cumplido un destino con provecho y dignidad. El anciano define un propósito a su existencia y conforma su ser individual no como un papel predestinado, sino como un camino elegido y recorrido con deliberación, persistencia y objetivo. La memoria adquiere entonces una desusada importancia, porque los eventos del pasado se resignifican en el presente.

Mónica Ardelt (2000), ha encontrado que la sabiduría acumulada durante la vida es un predictor significativo de una buena vejez. Luis Villoro (1996) estipula las características de la sabiduría: diversas vivencias interpersonales, experiencias laborales o en referencia a manifestaciones naturales, culturales y artísticas, los periodos de descubrimiento personal, los episodios difíciles o dolorosos de la vida y la manera como se vivieron, se enfrentaron y se superaron, constituyen enseñanzas para discernir lo valioso, para discriminar entre opciones y elegir la más apropiada.

Ryan (2020) afirma que la gente sabia sabe lo que es importante, discierne como vivir bien y tiene éxito en vivir satisfactoriamente; la persona sabia posee un sano juicio sobre la condición humana y sobre las formas de entender, planear y articular “una buena vida.” Una vejez satisfactoria depende de haber vivido una vida digna, de haber reunido las condiciones para subsistir de forma autosuficiente, de haber asegurado un lugar digno y provechoso en el seno de la familia y de la comunidad.

A pesar de estos rasgos positivos, Wink y Staudinger (2016) han concluido que menos de 1% de los entrevistados presenta los niveles de insight y juicio que definen la sabiduría, en especial la capacidad de tolerar las emociones negativas y aprender de ellas, la capacidad de pensar en las siguientes generaciones y en el bien común por encima de las necesidades propias e inmediatas; es decir, la facultad de superar o trascender el propio yo.

LA IDENTIDAD CONDUCTUAL: PERSONALIDAD, ACTITUD, MENTALIDAD

En la teoría literaria se conoce como etopeya a la descripción del carácter de un personaje en una novela, recurso muy explotado en el realismo de finales del siglo XIX, como sucede en este retrato de la personalidad de Don Gumersindo, en la novela costumbrista española Pepita Jiménez de Juan Valera, publicada en 1874:

Era afable, servicial. Compasivo... se desvivía por complacer y ser útil a todo el mundo, aunque costase trabajos, desvelos, fatiga, con tal que no le costase un real... Alegre y amigo de chanzas y burlas. Se hallaba en todas las reuniones y fiestas, (…) y las regocijaba con la amenidad de su trato y con su discreta, aunque poco ática conversación. Nunca había tenido inclinación alguna amorosa a una mujer determinada. Pero inocentemente, sin malicia, gustaba de todas, y era el viejo más amigo de requebrar a las muchachas.

La palabra “personalidad”, deriva del latín tardío personalis (el carácter distintivo de un ser consciente) + -idad (la cualidad de). El término pretende captar y señalar la coherencia y la consistencia que presenta cada persona en sus afectos, deseos, formas de pensar y de actuar. Si bien lo que una persona siente, quiere o realiza puede cambiar de un momento a otro y de una situación a la siguiente, la personalidad implica una configuración peculiar de estas capacidades reconocible a través del tiempo, la cual, una vez definida, se considera valiosa para describirla, examinarla y comprenderla. Además de su función de reconocimiento por los demás, la configuración es tanteada y valuada por la propia persona como parte de su conciencia de sí, de su yo, de su ser asumido y admitido, como es patente en expresiones de la vida diaria tan usuales como: “ya me conoces”, “sabes como soy”, “siempre he sido así”.

El estudio de la personalidad ha sido una rama tradicional y vigorosa de la psicología (véase, por ejemplo, Eysenk, 1972; Corr y Matthews, 2009). Su metodología consiste en identificar de la manera más objetiva posible las consistencias y diferencias que presentan los procesos mentales y comportamentales entre los individuos. El objetivo general de estos estudios es enriquecer el entendimiento de una persona completa, viva y funcional en tres niveles de la realidad humana: (1) a nivel de la especie, en el sentido de establecer de qué formas una persona es como todas las demás; (2) a nivel del grupo, para aclarar de qué maneras una persona es como algunas otras, y (3) a nivel del individuo, para visualizar cómo una persona difiere de las demás (McNaughton y Smillie, 2018). Este programa se ha aplicado con creciente éxito en estudios de individualidad en la conducta animal (Briffa y Weiss, 2010), particularmente en primates (Santillán-Doherty et al., 2010).

Por mucho tiempo prevaleció la idea que ciertos rasgos individuales, denominados en conjunto temperamento, están genéticamente prescritos, que los atributos considerados como carácter se adquieren durante el desarrollo, y que el temperamento y el carácter, al unísono, conforman la personalidad (véase, por ejemplo, Pittaluga, 1996). En general se suponía que las caraterísticas de personalidad eran marcas individuales relativamente permanentes y poco o nada modificables por las circunstancias.

Desde la teoría de los cuatro temperamentos de Hipócrates (sanguíneo, flemático, melancólico y colérico), hasta la formulación de William Sheldon (hacia 1940) de tres biotipos o somatotipos (el ectomorfo, alto, magro e intelectual, el mesomorfo, muscular, fuerte y asertivo, y el endomorfo, rechoncho, plácido y jovial), se han intentado establecer fundamentos o correlatos corporales de la personalidad. Si bien se conoce que los rasgos individuales de mentalidad y comportamiento se modulan y modifican por múltiples variables corporales, estas nociones se han reformado a raíz de un consenso de los expertos contemporáneos del tema en el sentido de que las variaciones de personalidad pueden especificarse en cinco ámbitos o dominios denominados los Cinco Grandes que han sido ampliamente estudiados y probados en varias lenguas y culturas (Wood, Gurven, Goldberg, 2020). Cada uno de estos factores consiste en un conjunto específico de rasgos evaluables mediante diversos instrumentos y cuestionarios.

Los Cinco Grandes rasgos son los siguientes: (1) el factor denominado en inglés Openness to experience (“apertura a la experiencia”, en oposición al convencionalismo) se define por la búsqueda, el interés, la curiosidad, el gusto por la novedad, la aventura y la información; (2) Conscientiousness, (traducido al castellano como “responsablidad” o “tesón” en oposición a la desorganización), se refiere a la autodisciplina, responsabilidad y meticulosidad en organizar la vida práctica y desarrollar tareas; (3) Extroversion (en castellano, también “extroversión”, en oposición a introversión) implica la búsqueda del soporte social mediante la actividad, la comunicación, la seguridad y la búsqueda de compañía; (4) Agreableness (en castellano “amabilidad”, en oposición a la antipatía) se refiere a la calidez, cuidado, empatía y cooperación con los demás; en tanto que (5) Neuroticism (en castellano “neuroticismo”, en oposición a la estabilidad emocional) es el grado de preocupación y sensación de desequilibrio o vulnerabilidad, acompañado de intensas reacciones defensivas al miedo, al peligro o al castigo y de emociones negativas como ansiedad, ira, depresión y debilidad. El acrónimo OCEAN facilita la recolección de los nombres de los cinco factores en inglés.

Las diversas relaciones de estos rasgos con el cerebro han dado lugar a una interdiciplina denominada neurociencia de la personalidad, la cual se fundamenta en la hipótesis de que cualquier diferencia persistente en la emocionalidad, la motivación, el pensamiento o el comportamiento, que en su conjunto constituyen la personalidad, debe implicar conformaciones peculiares en la morfología, la composición o las funciones del cerebro. Por ejemplo, Allen y Deyoung (2016) han revisado múltiples estudios sobre el papel de ciertos neurotransmisores, redes neuronales, módulos y sistemas cerebrales en referencia a cada uno de los Cinco Grandes factores de la personalidad.

En la neuropsicología se conoce que ciertas alteraciones en la personalidad ocurren en diversas patologías del lóbulo frontal y que implican trastornos en las funciones ejecutivas, en las relaciones sociales y en la conducta emocional y moral. Es muy célebre el caso de Phinneas Gage, un empleado ferroviario que en el siglo XIX sufrió un terrible accidente que le destruyó el ojo y el polo frontal izquierdo, lo cual cambió su personalidad completamente. Sin embargo, no se han fijado indicadores precisos de rasgos de personalidad en variables morfológicas o funcionales del cerebro, porque diversos problemas teóricos y metodológicos dificultan una correlación sistemática (McNaughton y Smillie, 2018).

Brent Roberts, psicólogo estadounidense de la Universidad de Illinois, se ha destacado por su investigación sobre los rasgos de personalidad. En un trabajo de 2008 analizó las evidencias de que los Cinco Grandes factores se modifican con la edad, con la adopción de ciertas metas y con experiencias dramáticas y la manera como las personas las enfrentan, asimilan y resuelven. En efecto, diversos estudios han mostrado que las medidas mencionadas cambian a lo largo de la vida: con la edad se incrementan rasgos como dominancia, tesón, calidez o estabilidad y disminuyen la vitalidad social o la apertura. Diversos cambios de personalidad resultan del esfuerzo que los individuos invierten en sus diversos roles sociales, en especial los laborales, los políticos y los religiosos. Ciertas experiencias trascendentes como el matrimonio, la maternidad o paternidad, la muerte de una persona amada o vivencias excepcionales, como desastres, accidentes, guerras, tragedias, conversiones religiosas o ideológicas, así como ciertas experiencias meditativas o psicodélicas, pueden tener efectos sobre la personalidad, a veces intensos e irreversibles (Roberts y Mrozeck, 2008).

Es factible que ciertos cambios de personalidad tengan un componente voluntario. Por ejemplo: al detectar rasgos problemáticos y negativos de su personalidad, muchas personas abrigan la esperanza de poder modificarlos y emprenden acciones diversas para lograrlo. La evidencia disponible indica que pueden hacerlo dentro de ciertos límites, una premisa que parece no solo relevante sino crucial en el campo de las diversas psicoterapias (Roberts et al., 2017). Por su parte, Hudson y Fraley (2015) han mostrado que la gente puede cambiar ciertos rasgos personales mediante la formulación de objetivos específicos, la toma de decisiones y la aplicación de intenciones enfocada a tareas parciales y asequibles.

Carol Dweck (2006), psicóloga de la Universidad de Stanford, ha mostrado que las creencias de una persona sobre la posibilidad de modificar o no rasgos negativos de su personalidad se traduce en que de hecho pueda lograrlo, como si la convicción en uno u otro sentido fuera una profecía que se autocumple. Postula Dweck que el factor clave para permitir cambios en la personalidad es la mentalidad o actitud mental (Mindset) y propone que existen dos formas de mentalidad: una fija y la otra de crecimiento.

Esta idea ha tenido una amplia difusión y se ha traducido en métodos para poner en práctica la mentalidad de crecimiento mediante esfuerzo voluntario. Sin embargo, aunque las creencias se traducen en comportamientos particulares, no siempre es posible crearlas o modificarlas de manera racional o directa, ni tampoco el esfuerzo para conseguirlo resulta siempre útil. La noción de mentalidad se orienta más hacia la auto-reflexión para determinar las actitudes, que al esfuerzo por cambiarlas. Las actitudes y mentalidades pueden cambiar al ser adecuadamente detectadas, afectivamente asumidas y críticamente examinadas, otra de las premisas determinantes en el campo de la psicoterapias.

En este contexto, la palabra mentalizar aparece desde 1984 en el diccionario de la RAE con el significado de hacer que un individuo o un grupo humano tome conciencia o conocimiento de un hecho o situación de modo que se incline a darle una respuesta determinada.

Como veremos a continuación, la personalidad está muy ligada al nombre propio, otro elemento clave de identidad humana.

LA IDENTIDAD NOMINAL: NOMBRE PROPIO, INSIDIA Y HONOR

El 5 de febrero de 2020, a sus bien sazonados 103 años, murió el actor de cine ampliamente conocido como “Kirk Douglas,” pseudónimo artístico del judío neoyorkino de origen ruso cuyo nombre inicial fue “Issur Danielovich Demsky”, llamado con el hipocorístico o diminutivo “Izzy” entre sus allegados, también conocido con el heterónimo “El Hijo del Trapero,” título de su autobiografía, y con el sobrenombre de “Espartaco” por su rol cinematográfico más conocido.

En una escena climática de este épico filme de Stanley Kubrick, terminado en 1960, los gladiadores derrotados en la batalla decisiva se levantan para gritar “¡yo soy Espartaco!” cuando el pérfido general romano Craso (encarnado por Lawrence Olivier) pregunta quién es Espartaco para crucificarlo, tormento del que ninguno de ellos se libra por haberse identificado con ese peligroso apelativo y símbolo de rebelión. Unos años antes de Espartaco, el homérico Ulises había lucido el rostro férreo, la vigorosa figura y la audaz vitalidad de Kirk Douglas, quien lo encarnó en una película italiana de1954 que electrizó mi infancia tan ávida de héroes y de hazañas. Como un envés de aquel héroe de las mil caras pregonado por Joseph Campbell para identificar múltiples expresiones míticas de un solo arquetipo, además de Espartaco y Ulises, ostentaron el rostro de “Kirk Douglas”, personajes tan disímbolos como el marinero Ned Land de “20000 leguas de viaje submarino” (dirigida por Richard Fleisher, 1954), el coronel Dax de “Senderos de gloria” (dirigida por Stanley Kubrik en 1957) y el pintor Vincent van Gogh (dirigida por Vicente Minelli y George Cukor en 1956).

He invocado diversos apelativos, alias y personificaciones de este actor como un señuelo para introducir el tema del nombre propio, elemento central de la autoconciencia y la identidad personal en los seres humanos. Los pseudónimos, los hipocorísticos, los heterónimos, los sobrenombres y los anónimos son temas que estudia la onomástica, rama de la lexicografía encargada de analizar los nombres propios y sus contextos de uso. Estas funciones revelan mucho de la función de identificación que tiene el nombre propio en la conciencia de sí y de los otros.

El nombre propio es una etiqueta verbal que identifica y distingue a un individuo entre los demás. Es así que los nombres de pila seguidos de apellidos, con frecuencia acompañados de títulos profesionales y otros letreros distintivos, se utilizan para identificar a un individuo singular.

Desde muy temprano en su vida, el nombre completo inserta al infante en su árbol genealógico, en una red de parentesco y en un delimitado tejido social. En todas las culturas humanas los nombres y los apellidos tienen una importancia decisiva para diferenciar grupos, familias, etnias y clases. Sea para bien o para mal los nombres propios juegan un papel para marcar estatus, rango y relaciones inmediatas.

Esta marca verbal probablemente constituya una firme ancla cognitiva para sostener la ipseidad (la identidad de una persona en el tiempo), por lo que es un factor contribuyente o sustantivo de la individualidad y la conciencia de sí.

En efecto: además de su función primaria de identificación, hay en el nombre propio ingredientes privados y subjetivos porque la persona siente su nombre como parte de sí misma y tambien hay factores públicos equivalentes de reputación, honra y respeto: el “buen nombre” o el “renombre”. El gaucho Martín Fierro (José Hernández, 1872, I: 109-114) reclamaba su identidad honrada y horadada de esta manera:

Y atiendan la relación

que hace un gaucho perseguido,

que padre y marido ha sido

empeñoso y diligente,

y sin embargo la gente

lo tiene por un bandido


El “nombre de pila” es usualmente elegido por los padres de una criatura en el ritual de ablución conocido en la tradición cristiana como bautismo (de baptizo, romanización de bapto: sumergir), aunque el significado de esta palabra se extiende a la tarea de dar un nombre. Por su parte, los apellidos (del latín apelatio, llamar) pasan de una generación a otra usualmente por vía patronímica. En consecuencia, el nombre tiene una función bidireccional: por una parte, la sociedad dota al sujeto de personalidad pública y, por otra, el sujeto se proyecta para realizar múltiples tareas sociales, como la de juzgar y ser juzgado. Durante la vida de las personas, sus nombres suelen sufrir tasaciones y erosiones al convertirse en los obligados, picantes y frecuentemente venenosos manjares del chisme, la comidilla, la insidia, la maledicencia o la calumnia. De esta manera, al difundirse entre múltiples hablantes a lo largo del tiempo, los nombres propios se mantienen fusionados a sus referentes, incluso cuando ya han fallecido sus portadores.

Debido a su propia antinomia, un entretenido desfile de anónimos remarca la trascendencia del nombre propio.

Como el nombre Juan y el apellido Hernández son los más frecuentes en nuestro país, Juan Hernández bien podría ser el nombre que por tradición ha sido Juan Pérez en toda Hispanoamérica (John Doe en países de habla inglesa): el de un desconocido, el de cualquiera. Pero hay otros nombres anónimos, valga la contradicción, porque viajan de incógnito en el rumoroso tren de la jerga castellana. Con sus acompañantes femeninos y sus diminutivos, prevalecen Fulano, Fulana y Fulanito (del árabe fulän: persona cualquiera), Mengano y Menganito (del árabe man kan: quien sea), Zutano, Zutana y Zutanito (del latín citanus: sabido) y aún surgen por ahí Perengano, Don Nadie, Perico de los Palotes y el engreído Fulano de Tal muy acompañado de la catrina Zutanita de Cual. Es indicativo del machismo aún imperante que fulana se use despectivamente como sinónimo de mujer fácil o de prostituta.

Para explicar la relación que existe entre un nombre propio y su referente hay dos alternativas que son o parecen compatibles. La teoría histórico-causal afirma que el nombre propio carece de significado por sí mismo y sólo designa a un humano por una cadena de causas que tienen su origen en un acto de bautismo o en un acta de nacimiento.

Por su parte, la teoría descriptiva afirma que el significado de un nombre propio es un retrato instantáneo del individuo a quien se refiere y, por lo tanto, su portador se encuentra definido por las descripciones que los otros asocian con su nombre: el referente de un nombre propio es quien satisface las descripciones asociadas a ese nombre (Cubides, et al. 2010). En efecto, el filósofo del lenguaje John Searle (1958) consideró que los nombres propios se comprenden porque especifican las características de una persona que permiten distinguirla de otras: quien usa un nombre propio para referirse a alguien particular ante una comunidad de hablantes, debe ser capaz de responder sobre quién alude mediante la presentación de la persona en carne y hueso, o brindando una descripción específica de su imagen y personalidad. De acuerdo con diversos estudios, el simbolismo del nombre y el sonido al enunciarlo son factores que se ligan no sólo a la personalidad, la historia y las obras de quien se nombra, sino a sus rasgos faciales (Chen, Gallagher y Girod, 2014). Esta liga entre nombre y persona parece mágica y, al respecto, Lorena Amaro (2010) de la Universidad Católica de Chile, dice lo siguiente:

Al fin y al cabo, la metonimia y la magia van de la mano: el nombre es la parte del yo que parece expresar una presencia en el mundo, aunque existan otros que se llamen como nosotros. Y esta atávica conexión se proyecta de algún modo en las costumbres actuales, por ejemplo, dar a los hijos dos o más nombres o castigar los delitos de calumnia e injuria, daños realizados contra el nombre de una persona.

Varias investigaciones en la psicología social han demostrado un efecto de coincidencia cara-nombre en vista de que, tanto un voluntario humano como un programa de cómputo, son capaces de parear significativamente el retrato de una persona con su nombre, elegido entre una lista de nombres distintos (Zwebner, et al. 2017). Una interpretación de este curioso efecto es que las personas manipulan sus rasgos faciales (el peinado, el afeitado, el maquillaje, etc.) de tal manera que el resultado produzca cierto efecto de acuerdo con expectativas sociales: efectivamente el nombre influye sobre la apariencia. Tambien se ha sugerido que el nombre puede influir sobre la actividad o profesión.

Varios psicólogos y otros profesionales han señalado que en muchas ocasiones la actividad o profesión de la persona tiene que ver con el significado de sus nombres, y se ha generado una hipótesis al respecto con el nombre de determinismo nominativo, ejemplificado en tiempos recientes con el caso de Usain Bolt, el corredor más rápido de la historia, porque bolt en inglés significa rayo o del juez Igor Judge. En castellano, se suelen citar los apellidos del actor Javier Cámara, del banquero Emilio Botín o del cantante Blas Cantó. Si bien es difícil establecer esta asociación de manera estadística, es verosímil alguna una influencia del nombre sobre la actividad elegida por la persona como una forma de asociar y subrayar estos dos aspectos de la identidad personal.

Todo esto justifica que los procesos involucrados en el reconocimiento y recuerdo del nombre propio sean temas de investigación en la neurociencia. Los resultados subrayan el estatus especial que tienen los nombres propios – La importancia de llamarse Ernesto - cuando se comparan con nombres ajenos (Valentine, Brennen y Brédart, 1996). Por ejemplo, la corteza frontal medial y la unión temporo-parietal del cerebro se activan específicamente cuando las personas escuchan su propio nombre en comparación con los de otras personas, y las mismas áreas se activan cuando los individuos hacen juicios sobre sí mismos. En particular, la corteza prefrontal medial está crucialmente involucrada en muchos de los procedimientos cognitivos, emocionales y de perspectiva que conforman una identidad y la personalidad (Carmody y Lewis, 2006).

Hasta hace poco los nombres personales se suponían exclusivamente humanos, por lo que ha sido una verdadera y grata sorpresa saber que los delfines emiten sonidos que distinguen a un individuo del resto del grupo, pues cada uno responde a su llamado específico (King y Janik, 2013).

También los elefantes africanos en su medio natural se dirigen unos a otros con llamadas individuales sin usar imitación de los sonidos del receptor y únicamente los individuos aludidos responden a llamadas grabadas (Pardo et al., 2024). El hecho de que los delfines y los elefantes usen nombres propios apunta a una forma por ahora poco definida de autoconciencia y conciencia de los otros en especies sociales no humanas.

Es interesante apuntar que la mayoría de los nombres propios designan o distinguen específicamente a varones y hembras, lo cual incumbe a la identidad sexual, tema que abordaremos a continuación.

LA IDENTIDAD SEXUAL: HOMBRE, MUJER, DISPARIDAD

Una de la identidades más patentes y primordiales en la mayoría de los seres humanos es su sexo, el conjunto de características biológicas de su cuerpo que usualmente les confiere la certidumbre de ser mujer o de ser hombre. Los elementos biológicos involucrados en la identidad sexual incluyen cromosomas, expresión genética, niveles de hormonas sexuales, anatomía de los genitales y características sexuales secundarias. Si bien estos factores tienen normalmente fundamentos corporales definidos, el sexo genético, el gonadal, el genital, el hormonal, el psicológico y el comportamental tienen variaciones y en algunos individuos no coinciden entre sí y existen diversas intersexualidades biológicas.

Cada una de estas variables y funciones tiene una relación estrecha con el cerebro y se conocen pequeñas diferencias anatómicas entre los cerebros de hombres y mujeres, en especial de algunos núcleos del hipotálamo involucrados en el control hormonal. Cinco destacadas investigadoras de los factores que intervienen en las categorías de sexo y género coordinaron en 2020 un número especial de Frontiers of Neuroscience sobre el tema: Annie Duchesne de Canadá, Belinda Pletzer de Austria, Marina Pavlova de Alemania, Meng-Chuan Lai de Canadá y Taiwan, y Gillian Einstein de Canadá y Suecia (Duchesne et al, 2020). Varias diferencias mayores reportadas entre el cerebro masculino y femenino han sido corregidas o no se han corroborado (Rippon, 2019). Entre estas diferencias reportadas y no confirmadas están la de una supuesta predominancia funcional del hemisferio izquierdo en los hombres y del derecho en las mujeres o la de una conectividad mayor entre los dos hemisferios cerebrales en las mujeres y dentro de cada hemisferio en los hombres.

A pesar de que existen diferencias sexuales en el volúmen de agunas regiones del cerebro, su impacto funcional sobre la conducta y la cognición es incierto. Las diferencias en volúmen, sin embargo, no entrañan diferencias en la organización de las redes neuronales en estas áreas (Garcia-Segura y DeFelipe, 2022). Si bien se ha establecido que los genes DMRT ligados al sexo que regulan la neurogénesis, la formación de sinapsis o la organización de circuitos neuronales en organismos como el gusano elegans o la mosca de la fruta, no se sabe si estos genes tienen efectos similares en los mamíferos.

En general el cerebro humano tiene diferencias de grado y no de tipo entre sexos. Un tema relevante se refiere al peso del cerebro, que es un poco mayor en los hombres (1,400 gramos) que en las mujeres (1,250 gramos), incluso si se corrige por el peso corporal. Ahora bien, esto no permite concluir que los hombres son más inteligentes o capaces que las mujeres; de hecho se podría llegar a una conclusión muy diferente ya que, con un cerebro 10% más ligero, las mujeres ostentan en general las mismas capacidades cognitivas que los hombres, lo cual se puede interpretar como un cerebro más eficiente.

Muchas personas se definen como “mujer” o como “hombre” por el hecho usualmente claro y contundente de tener vagina o pene, y esta identidad corporal conlleva una percepción diferente de su sitio y papel en la sociedad a lo largo de la vida. Es decir, de acuerdo con su identidad sexual, los individuos asumen conductas, actitudes, creencias y expectativas que se consideran pertenecientes a cada género y propias de un rol social o un habitus, en términos de Bourdieu (1977). En efecto: hombres y mujeres usan diferentes fuentes de información y estrategias cognitivas para resolver problemas y para conducirse tanto en público como en privado.

A diferencia de la prevalente categoría binaria de “hombre” y “mujer”, está surgiendo la necesidad de definir de manera más específica y concreta las alternativas con las que las personas deciden su sexo o su género. Esto ocurre en particular por la difícil y meritoria lidia política de personas homosexuales y transexuales, de tal manera que, para expresar la identidad sexual de un ser humano, conviene complementar las categorías dicotómicas tradicionales. Al examinar los casos individuales de acuerdo con las múltiples variables que condicionan la identidad sexual se pueden emplear nociones más certeras y menos estereotipadas. Más aún: sucede a menudo que mujeres introspectivas y hombres autocríticos descubren que poseen o emplean actitudes, emociones o formas de pensar que tradicionalmente se ubican como propias del “sexo opuesto.”

En las últimas décadas se ha acumulado extensa información científica sobre diferencias en multitud de tareas, estrategias y capacidades cognitivas entre hombres y mujeres. Algunas son imputables a características físicas del cuerpo (por ejemplo los varones suelen ser más fuertes y las mujeres más flexibles) pero han llamado más la atención las diferencias de orden cognitivo y afectivo, pues, enfrentados a ciertas pruebas y tareas, hombres y mujeres suelen usar distintas estrategias y habilidades. Está bien establecido que en algunas pruebas o tareas las mujeres tienen un desempeño mejor y los hombres en otras. Por ejemplo, ellas utilizan señales objetivas para orientarse en un lugar desconocido, en tanto ellos suelen usar un mapeo de puntos cardinales. Pero sucede que tanto unas como otros pueden entrenar las habilidades y compensar las diferencias para alcanzar niveles comparables de ejecución y eficiencia, lo cual muestra que es posible llegar a similares resultados utilizando diferentes métodos y procesos.

La distinción que se ha venido dando entre “sexo” y “género” es útil en diversos contextos para discernir los factores biológicos más propios del primer término y los socioculturales del segundo. Sin embargo la distinción no es tajante, pues no sólo las características biológicas instigan la identidad psicológica y social, sino que el rol ejercido como mujer o como hombre influyen y modulan la función cerebral y endócrina. Las categorías de “sexo” y “género” no son plenamente separables entre sí, ni distinguen por sí solas a dos grupos de personas, hombres y mujeres, pues los ingredientes genéticos, biológicos, cerebrales, cognitivos, conductuales y sociales conforman una unidad funcional (Duchesne et al, 2020).

La antropóloga estructuralista Françoise Héritier (2002) ha reflexionado largamente sobre los fundamentos cognitivos de la dominación masculina en prácticamente todas las sociedades humanas y propone que se relaciona a una asumida oposición de dos sexos asumidos y calificados como “contrarios”, por la cual lo masculino y lo femenino se conciben en oposición binaria, como sucede con el día y la noche o el blanco y el negro, y esta falsa disparidad implica una carga de valoración simbólica, sea negativa o positiva. La dualidad implícita de “sexo opuesto” y su acepción de “sexo contrario” han tenido diversas derivaciones sociales y culturales.

Una consecuencia negativa ha sido la dominación masculina, androcéntrica y patriarcal asentada sobre una jerarquía supuesta de privilegios, considerada “natural” en las sociedades más diversas y que tiene su manifestación más generalizada en el machismo y la más pavorosa en el feminicidio. Si bien esta supremacía ha empezado a revertir desde los años 1960s, queda mucho por recapacitar y rectificar para conseguir una igualdad más aceptable y menos dolorosa.

Una derivación de la oposición binaria es la idea de que los dos sexos tienen capacidades suplementarias, de tal manera que la relación de pareja heterosexual puede suponer una asociación ventajosa para ambas partes y para la progenie. La división de labores fue seguramente útil o incluso necesaria en las sociedades de cazadores-recolectores y en las sociedades agrícolas tradicionales donde hombres y mujeres llevaban a cabo trabajos disímiles y arduos para asegurar entrambos una subsistencia y una crianza que sería bastante más difícil en solitario. Las sociedades urbanas tienen ahora opciones para que las personas se asocien de diversas maneras para solventar una existencia que presenta demandas muy distintas a las que enfrentaron los ancestros. Esto implica un reto formidable que no se limita a la lucha social y política por la deseable igualdad de condiciones, derechos, dividendos y dignidades para todas las personas, sino requiere además un desarrollo de la conciencia de cada quién en referencia a la identidad sexual, tanto la propia como la ajena.

La idea de una división de labores ventajosa ha surgido repetidamente y ha llevado a afirmar a la relación de pareja y al matrimonio heterosexual como el único o el mejor vínculo posible entre dos personas para formar hogar y familia. También esta suposición ha sido cuestionada con éxito creciente a partir de los 1960s, aunque en todas las alternativas se ha salvaguardado y aún fortalecido la importancia y la necesidad del amor humano.

LA IDENTIDAD RACIAL: TEGUMENTO, PIGMENTO, RACISMO

El color de la piel es el factor de mayor peso en la identidad racial asumida y asignada; un hecho biológico ostensible que repercute de múltiples maneras en la autoconciencia y las relaciones sociales. Esa identidad con demasiada frecuencia se ve sometida a prejuicios que suelen engendrar discriminación, sufrimiento, violencia y genocidio. En esta sección abordaré sólo algunas características de la identidad y la identificación racial como parte de la conciencia de uno mismo y de los demás.

Es conveniente revisar el libro “Unidad y variedad de la especie humana”, del maestro Juan Comas (1967), antropólogo físico del exilio español ubicado por muchos años en la UNAM. Esta obra demostraba que la humanidad pertenece a una sola especie y tiene un mismo origen: el tronco común proveniente de África. Citando múltiples evidencias biológicas, Comas rebatió allí mismo la tesis de que hay tres o cuatro razas humanas, en especial las llamadas en una época caucasoide, negroide o mongoloide, que fueron con frecuencia utilizadas o asumidas para afirmar una supremacía blanca. En los seres humanos ciertamente existen variaciones poblacionales dentro de la especie Homo sapiens sapiens que por esta razón se califica de politípica (que presenta muchos tipos) y polimórfica (muchas formas corporales). Estas variaciones incluyen apariencias o fenotipos diversos a las que se aplica el término de raza, sustantivo utilizado para denominar a subpoblaciones humanas que supuestamente se pueden distinguir con facilidad por rasgos anatómicos y genéticos. De esta foma no sólo se identifican personas “blancas” o “negras”, sino se distinguen “orientales” de “árabes,” “escandinavos” de “mediterráneos,” “indios” de “mestizos” y un largo etcétera. A pesar de lo impreciso e inadecuado que resultan estos y otros términos, el hecho es que se emplean extensamente para asignar o atribuir apariencias supuestamente comunes a grupos e individuos humanos y tienen consecuencias sociales, económicas y políticas, usualmente negativas y aún destructivas

La variación genética está estructurada geográficamente debido a las pautas de migración humana que establecen una ascendencia particular. Esta variación tiene cierta relación con la “raza” como concepto de uso, pero no separa grupos de individuos, sino detecta poblaciones que se distribuyen ampliamente y se sobrelapan de manera continua. Comas refiere además abundante evidencia científica en contra de que existan “razas superiores,” en términos de inteligencia, comportamiento o cerebro, creencia que, basada en los conceptos espurios de “raza aria” o “raza judía” durante el régimen nazi llegó al absurdo científico, al antisemitismo implacable y al pavoroso holocausto de millones de seres humanos.

El conocimiento amplio y preciso del Proyecto Genoma Humano ha confirmado desde 2003 una variación que no admite la subclasificación en razas humanas, pues la diversidad genética de la especie es continua, compleja y cambiante (Jorde y Wooding, 2004). Esto quiere decir que, si bien la raza no es un factor biológico definible, la variación genética sí lo es y se usa para explicar hechos tales como una diferente susceptibilidad a las enfermedades. En muchas publicaciones médicas se sigue aplicando el término raza no sólo en la población general, sino también para inferir el riesgo a diversas enfermedades entre grupos humanos clasificados de esta forma. Ahora bien, aunque la categoría de raza aún aparece con alguna frecuencia en esas publicaciones, la manera de identificarla suele ser ambigua o vaga, lo cual es de esperarse porque no existen indicadores biológicos o somáticos certeros para clasificar razas humanas. En muchos artículos médicos no se especifica la manera en la que se determinó la “raza” y usualmente se basa en la atribución del entrevistador o bien en la autodefinición por parte del o la paciente en términos del color de su piel y su identidad racial asumida (Wolf, Jablonski y Kenney, 2020), una determinación incierta y cuestionable.

Aunque ya no existe mucho debate sobre la inutilidad del concepto en las ciencias biológicas, la palabra “raza” sigue siendo polémica pues indudablemente constituye un constructo social que influye de manera dramática en la vida diaria, en los procesos culturales, en la política y en la historia. En efecto: los significados supuestos del término “raza” son de gran relevancia cultural y socioeconómica porque moldean o intervienen en casi todos los niveles y aspectos de la vida social, desde las interacciones cara a cara, hasta la segregación territorial o los movimientos políticos. La discriminación histórica y geográfica hace muy patente el color de la piel en los individuos y éste juega un papel determinante en las relaciones sociales, sobre todo en paises donde conviven personas de diferentes ascendencias y tonalidades de piel, como sucede en Estados Unidos, Brasil o Israel (Chor et al 2019). Además de esto, en los paises hispanoamericanos, y a pesar de su proclamado mestizaje, sigue operando un racismo y una xenofobia soslayados y reptantes contra los indígenas (Hopenhayn y Bello, 2001).

Como ejemplo palmario, baste recordar cómo se usa el término “naco” en México aplicado de forma derogatoria hacia personas de rasgos indígenas y coloraciones oscuras de piel. La discriminación con base en el color de la piel sigue siendo prevalente en este país y los ciudadanos suelen ser muy conscientes de su tono cutáneo y el de quienes le rodean en un espectro que fluctúa entre “güero” y “prieto”.

Esta conciencia cromática influye de diversas maneras en la aceptación, la discriminación, la clase económica y en la jerarquía social, tanto propia como ajena (Mejía Núñez, 2022).

Muchas personas se identifican a sí mismas y a las otras en términos de colores, usualmente cuatro: negro, blanco, amarillo y rojo, los cuales son muy inadecuados para nombrar tintes de la piel pero que clasifican a la gente no sólo por un tono sino también por un supuesto origen continental: África, Europa, Asia y América precolombina, respectivamente. Esta diferenciación, que podría ser simplemente indicativa de la variedad humana, conlleva un siniestro bagaje de rango y discriminación basado en la creencia injustificada de una superioridad o inferioridad inherentes a la etiqueta cromática cuya base corporal es una simple variable histoquímica: la cantidad de melanina en la piel.

En este sentido es relevante citar el proyecto Humanae de Angélica Dass, fotógrafa brasileña nacida en 1979 en el seno de una familia con diversos orígenes geográficos. Humanae pone de manifiesto el rango cromático de la piel humana en un mosaico de retratos fotográficos del rostro y parte superior del pecho y los hombros de miles de seres humanos voluntarios mirando de frente y sin expresión emocional. (El catálogo de imágenes se puede observar en: https://angelicadass.com/es). El acervo incluye a más de 4 mil voluntarios de 17 países. La taxonomía del color de la piel se basó en una zona de 11 por 11 pixeles de la nariz en el formato del sistema PANTONE® Guide usado a nivel industrial, el cual emplea un algoritmo matemático para clasificar todos los colores. Las fotografías se presentan de modo que el fondo corresponda con el color de la piel y debajo de cada imagen se imprime el número oficial de Pantone. El proyecto muestra de manera espléndida y contundente el amplio rango de coloración de los seres humanos y verifica que no hay razas en el sentido de encontrar subgrupos homogéneos y de coloraciones clasificables en conjuntos delimitados, sino un prolongado e ininterrumpido inventario cromático (Carrington, Vatanchi y Jakus, 2020). El catálogo visual presentado despliega un continuo de tintes que se antoja calificar con una paleta de sabores terrenales: castaños, cremas, caramelos, vainillas, cafés, mieles, mostazas, duraznos, avellanas, chocolates, naranjas, canelas, zanahorias, aceitunados. La propia Angélica Dass utiliza algunos de estos términos al hablar cálidamente de su familia, y no será necesario mencionar que ninguna de las miles de personas retratadas en su proyecto es realmente roja, amarilla, negra ni blanca.

A pesar de su inexistencia e inutilidad biológica, el concepto de raza no va desaparecer pronto y muchas personas se seguirán identificando a sí mismas y a otras en esos términos. Como esta identidad tiene consecuencias sociales negativas y a veces trágicas, es necesario desarrollar una conciencia de lo que implican las diferencias pigmentarias y comprender sus correlatos somáticos, cuestionar códigos y casillas raciales, preguntarse cómo nos vemos a nosotros mismos y a los otros en esa diversidad cromática, y qué nos significa tener o que otros ostenten determinado color de piel. La tarea es grave porque, a pesar de que han pasado más de 60 años de proclamado el sueño de Martin Luther King, aún no se vislumbra la hora de “elevarnos del oscuro y desolado valle de la segregación hacia el luminoso camino de la justicia racial.”

LA IDENTIDAD CULTURAL: ETNIA, PUEBLO, NACIÓN

Acabamos de subrayar que algunas identidades usuales, como la raza, no permiten una tipología biológica porque la genética de poblaciones ha demostrado que no hay razas en nuestra especie pues ningún grupo humano presenta un conjunto homogéneo y estable de caracteres hereditarios. Por esta razón, entre otras, la antropología prefiere hablar de etnias, pueblos, naciones o culturas. En la antropología clásica la palabra “etnia” vino a remplazar a “tribu”, un vocablo cargado de tintes coloniales y peyorativos. En consecuencia, el estudio sistemático y comparativo de las etnias llegó a constituir la ciencia de la etnología, la cual, junto a la arqueología, la antropología física y la lingüística, constituye hasta hoy una de las cuatro grandes ramas de la antropología.

En tanto categoría antropológica, una etnia usualmente se delimita por una lengua, una cultura, una tradición y una situación geográfica particulares. Las etnias así definidas se pueden diferenciar con cierta facilidad en los pueblos que han perdurado a través de centurias o milenios en un nicho geográfico por medio de eficientes tradiciones orales y lenguas naturales (véase, por ejemplo, Kusch, 1962). En México existen docenas de etnias descritas y analizadas por estas características (Valiñas Coalla, 2020). De esta forma, muchas veces es posible documentar el desarrollo histórico de un pueblo, de una cultura o de una lengua como un factor importante y aún definitivo de su condición colectiva.

Si bien la palabra etnia tiene mayor sustento y coherencia que raza, su definición tampoco está exenta de problemas. El filósofo de Granada, Pedro Gómez García (1989) hace una crítica corrosiva del concepto de etnia analizando los problemas de la esencia, la tradición o la subjetividad cultural. Desde luego que, como lo afirma, no existe una “esencia étnica” en el sentido de que existan y se hayan probado un conjunto de características físicas, mentales o culturales diferenciales, fijas y específicas de un pueblo o de una cultura. Sin embargo, en el léxico común se habla del “alma de un pueblo”, idea de indudable encanto, subrayado y reforzado por varias corrientes ideológicas y artísticas admirables, desde el romanticismo hasta la música nacionalista derivada de cantos o danzas populares y por el patrimonio cultural de obras emanadas del genio creador de una cultura.

Además del concepto de etnia, propio de la etnología y las disciplinas humanas, las ideas afines de “pueblo” o “nación” también están arraigadas en el habla cotidiana y son conceptualmente más claras porque las personas sienten que pertenecen a un pueblo o nación en términos de lengua, historia, costumbre, paisaje o localidad. Cuando una persona se identifica a sí misma y en su lengua con un gentilicio, por ejemplo “huasteca”, “armenio”, “han” o “irlandesa”, asume e incorpora como parte de sí misma aquellos rasgos que supuestamente caracterizan a su grupo étnico y cultural asumido (Branch, 2001). En este sentido la identidad comunitaria parece invocar una condición particular que desemboca en el concepto de nación en dos acepciones sucesivas, no siempre concordantes: el conjunto de personas de un mismo origen que hablan un mismo idioma y tienen una tradición común, y el conjuto de habitantes de un país. Entre los factores que caracterizan la identidad nacional sobresale el hábitat natural, reflejado en el paisaje en las artes visuales y recientemente auditivas. Al respecto el conocido profesor de historia del arte Simon Schama 1996 p 15, (traducción mía) dice: “La identidad nacional (…) perdería mucho de su feroz encanto sin la mística de una tradición particular del paisaje: la topografía mapeada, elaborada y enriquecida como la patria o el terruño.”

Por estas razones, la identidad cultural constituye un rasgo usualmente de mucho peso para que una persona se ubique o se identifique como perteneciente a cierto pueblo o nación, como se hace patente en el apoyo ferviente o a veces fanático que en ciertas justas deportivas reciben los equipos nacionales por parte de muchos conciudadanos. Esta identidad abarca categorías cada vez más amplias pero menos definidas porque tiene un gradiente que va desde el centro simbólico del yo situado de cara al mundo y se diluye hacia fuera; por ejemplo, una misma persona puede afirmarse sucesivamente así: soy tuxpeña → soy huasteca → soy jarocha → soy veracruzana →soy mexicana → soy americana → soy terrícola. Aunque son inusuales las últimas dos identidades, son las más incluyentes y en este sentido vale la pena revisar la ficha enviada al espacio exterior por la NASA en 1972 como símbolo de identidad humana.

Los conceptos de etnia, pueblo o nación implican necesariamente a la cultura cuyo estudio sistemático y comparativo es precisamente un objetivo central de la etnología. Ahora bien, es cada vez más difícil establecer y diferenciar con exactitud las características que definen a una cultura, como son la lengua, las creencias, las costumbres, el folklore, las fiestas, atuendos y faenas, las construcciones, artefactos o instituciones, pues, como lo sugiere la etimología misma de cultura, sus elementos están sujetos a cultivo y cuidado para mantenerse y ser viables. En efecto: toda cultura es cambiante y más que delimitarla como el conjunto ostensible de sus constituyentes, conviene considerarla como un proceso emergente de evolución comunal en un tiempo histórico y una geografía delimitada y regional. En este sentido se deben tomar en cuenta las constantes aculturaciones, enculturaciones, exilios y transplantes de pueblos y naciones; es decir, la imposición por conquista o dominio, la reubicación o la adopción de rasgos de otras culturas por exilio o éxodo. Esta última tendencia es un proceso generalizado hacia una globalización planetaria, lo cual entraña ciertas ventajas, como la posibilidad de adentrarse, aprender y respetar otras culturas, pero conlleva pérdidas enormes e irreversibles, como la desaparición de lenguas y culturas ancestrales.

En las sociedades modernas las etnias se disuelven a través del mestizaje y la aculturación. En algunos paises, como sucede en México, la mayoría de los habitantes se identifican a sí mismos como “mestizos,” asumiendo una mezcla de indígena y español, identidad propuesta con enjundia por el pensador y político José Vasconcelos en la época revolucionaria de 1925 através de su libro “La raza cósmica” y cuyo lema “por mi raza hablará el espíritu” fue adoptado por la Universidad Nacional Autónoma de México durante el rectorado del propio Vasconcelos. Sin embargo la identidad mestiza es incierta y problemática y ha sido analizada con perspicacia en El laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz o en La jaula de la melancolía, identidad y metamorfosis del mexicano (1987) de Roger Bartra. Ha surgido así la entelequia de “el mexicano”, un ser de apariencia brava y festiva pero de fondo herido y nostálgico, en espera de una incierta transformación. Menos clara está la identidad o la caracterización de “la mexicana” porque “el mexicano” se refiere al varón, de tal forma que la mujer usualmente se define en referencia a este arquetipo masculino en sus roles de madre, esposa, amante o meretriz: “la mexicana” no parece tener una existencia particular e independiente. Rogelio Díaz Guerrero estudió la personalidad de los mexicanos a partir de estudios comparativos con norteamericanos, los cuales evidenciaron que existen cualidades y conductas que son diferentes entre los dos grupos culturales. Por ello (Díaz-Guerrero y Szalay, 1993) realizaron una descripción del “mexicano” a través de entrevistas a madres acerca de las características que definían a sus hijos y sus resultados le permitieron identificar una serie de cualidades que agrupadas definían a cuatro tipos de personalidad representativos de la cultura.

En cuanto al lenguaje como posible epicentro de toda cultura, se debe decir que una cultura no equivale a una lengua materna, pues hay lenguas que son habladas por culturas bastante distintas, como el español, el inglés o el francés y porque una misma cultura puede albergar más de una lengua o a variantes claramente reconocibles de ella (Cavalli-Sforza, 1997). Pongo un ejemplo bien conocido de la lengua castellana. Entre muchas variedades culturales e identitarias de hispanohablantes es fácil reconocer la pronunciación, la jerga, el atuendo, el ademán, la música y la danza de comunidades andaluzas, caribeñas o rioplatenses. En efecto: los soberbios patrimonios culturales del flamenco, la rumba o el tango expresan magníficamente su ser colectivo y cambiante cada vez más universal e interactivo pues ya no se restringen a un territorio o a una época.

Más que una esencia permanente, una etnia o un pueblo presenta un conjunto de características culturales, históricas, institucionales, económicas y lingüísticas que lo diferencian de otros. La suma combinada y distintiva de esos rasgos y cualidades es suficiente para permitir una identidad fuerte en la mayoría de las personas, la cual provee al individuo de pertenencia, autoestima, seguridad y bienestar (Usborne y Taylor, 2010). La identidad y la diversidad se hacen muy patentes en la vivencia cognitiva y afectiva, pues los seres humanos experimentamos un shock cultural cuando nos sentimos ajenos y desubicados en el seno de una sociedad extraña, la cual, a su vez, reconoce a los forasteros con demasiada facilidad, los recela como inmigrantes y los acoge o los rechaza como refugiados. De hecho el shock cultural se asocia a niveles elevados de estrés y al desarrollo de diversas formas de enfrentamiento y de psicopatología (Patiño y Kirchner, 2010).

Todo esto lleva a destacar el factor subjetivo propio de la autoconciencia: el hecho que la persona se sienta y se reconozca como miembro de una cultura y se identifique como paisano y compatriota de otras personas por formar parte de un mismo pueblo, etnia o nación. Este “sentimiento de pertenencia” implica al menos seis factores psicológicos en superposición y amalgama identitarias: (1) el comportamental: la adopción de ciertas tradiciones, normas y variantes lingüísticas; (2) el perceptual: la familiaridad con rasgos, ademanes, acentos y costumbres de la cultura propia y la extrañeza con la ajena; (3) el hogareño: el sentir arraigo y el refugio en la comunidad, el barrio, el terruño y el paisaje; (4) el afectivo: los sentimientos sociales como el orgullo, la fraternidad y la filiación; (5) el cognoscitivo: la adopción y defensa de creencias, saberes y valores culturales considerados como propios; (6) el simbólico: la fidelidad y reverencia hacia doctrinas, íconos, insignias, héroes, sitios, patriarcas o patrimonios.

Estos factores psicológicos de la identidad cultural y social nos llevan a considerar con más detenimiento a los tres últimos.

LA IDENTIDAD POLÍTICA: CLASE SOCIAL, IDEOLOGÍA, CONCIENTIZACIÓN

Junto con los ingredientes que hemos revisado de sexo y género, raza y color, pueblo y cultura, la identidad de clase y la ideología política conforman un lugar objetivo y subjetivo que un sujeto tiene y desempeña en su nicho social. La conciencia de clase ha sido tema de amplio análisis y debate en las ciencias sociales y económicas a partir de la extensa y seminal obra de Karl Marx, quien a mediados del siglo XIX propuso que, si bien la explotación era un hecho manifiesto de la antigua sociedad rural y de la naciente sociedad capitalista, los trabajadores no siempre tienen conciencia de ser utilizados y es necesario que se les exponga o explique esa realidad y la asuman por experiencia. Planteó que una creciente conciencia de clase sería una condición necesaria no sólo para conquistar salarios y prestaciones más justas y dignas como fruto de su labor, sino para revolucionar la sociedad y eventualmente eliminar las clases sociales y su injusticia inherente.

Con frecuencia la discusión académica sobre la clase social se ha centrado en temas teóricos, por ejemplo si las clases son inevitables, si la situación económica ha cambiado de tal manera que el concepto de clase social ya no es vigente, si la propiedad privada es algo natural o social, si la explotación ocurrió en los países comunistas. Es verdad que desde mediados del siglo pasado el desarrollo de la empresa y el comercio en el planeta ha dado lugar a roles múltiples, como los gerenciales, los administrativos, los promotores o las diferentes calificaciones y capacidades de los trabajadores. El complejo sistema económico y laboral moderno rebasa las tres clases sociales identificadas en su momento como proletariado, burguesía o clase media. Ahora bien, las prerrogativas, las obligaciones y la conciencia laboral en las sociedades actuales mantienen una estratificación social más diversa y diferenciada, pero no necesariamente más justa.

Lejos de ello: la jerarquización se hace muy patente en la lacerante desproporción económica entre pobres y ricos que se ha acentuado desde finales del siglo pasado a raíz de la hegemonía neoliberal y la globalización.

Si bien en este último contexto se planteó que la noción de clase social estaba superada, las personas siguen aplicando la noción de clases jerárquicas y estratificadas para describir la sociedad en la que viven y para ubicarse en esa estructura. Esto se ha comprobado empíricamente en sociedades tan democráticas como la inglesa (Surridge, 2007) o tan igualitarias como la danesa (Harris y Pedersen, 2018).

La remuneración y la situación económica siguen siendo los criterios para establecer la ordenación jerárquica de la sociedad, suplementados con cotejos del nivel educativo, nivel de vida y perfil ocupacional. De esta forma, además de entender la conciencia de clase como una situación colectiva de rangos y estratos, es relevante considerarla tambien como un atributo subjetivo propio de la autoconciencia. Esto es así porque, al discernir su trabajo, forma de vida y situación económica en referencia a la organización de la sociedad, cada persona se piensa y se establece como integrante de cierta clase y con ello adopta creencias, sentimientos, deseos y aversiones. Esta noción personal y subjetiva difícilmente puede llegar a ser exacta en referencia al rol que la persona juega en la cadena laboral, los medios de producción, o la estructura social, pero está sujeta a una creciente concientización, lo cual tiene un efecto importante en su liberación y su autorrealización, como lo propuso el pedagogo brasileño Paulo Freire (1985). En la filosofía educativa de Freire el potencial para ser libre en un entorno de dominación apunta a descubrir e implementar alternativas mediante lo que llama concientización: el proceso de toma deconciencia que el sujeto experimenta y asume en su aprendizaje sobre el mundo, su sitio en ese universo y los obstáculos que enfrenta al respecto.

Durante su aprendizaje, desarrollo y experiencia laboral y social, las personas se plantean objetivos o metas para mejorar su situación, optimizar sus habilidades y conseguir mayor seguridad y satisfacción. Desgraciadamente, entre las diversas naciones y clases sociales, es muy desigual la posibilidad de elegir e implementar una forma de ganarse una vida digna y satisfactoria al ejercer una labor grata, apropiada y eficiente en términos de habilidad, creatividad, retribución económica y reconocimiento social. Además de mejorar la oportunidad de lograr este objetivo, se plantea como deseable que toda persona activa y pensante pueda percibir y categorizar la sociedad en la que vive y su papel en ella en términos de justicia y de ética.

El conjunto de creencias y las acciones que toma una persona en referencia a las clases sociales constituye un nodo crucial de su orientación política y su identidad personal. La identidad política más conocida y reiterada se definió desde la Revolución Francesa como la posición que un individuo considera tener en una línea imaginaria que va de izquierda a derecha con un centro figurado. Es bien conocido que estos términos se originaron en el parlamento revolucionario en Paris a finales del siglo XVIII por la zona que ocupaban los jacobinos (a la izquierda) y los monárquicos (a la derecha). A partir de entonces la izquierda se fue definiendo como el sector liberal, progresista y eventualmente socialista que defendía la revolución o la reforma para producir una sociedad más justa, y la derecha por el sector conservador, tradicional y capitalista de quienes favorecían una separación estable de clases como necesaria para la economía y el funcionamiento social. A raiz del colapso del socialismo real en 1989, los conceptos de izquierda y derecha han sufrido una revaloración que no ha llegado a decantarse en una redefinición clara.

A pesar de los cambios y variaciones en el significado de los términos, aún se puede mantener que la izquierda favorece el progreso y las reformas hacia una mayor igualdad social y económica en un estado que garantice el bienestar de la mayoría y en beneficio particular de los más desfavorecidos. Por su parte, la derecha apoya la autoridad, el orden y el reforzamiento de las tradiciones, instituciones y condiciones que garanticen la propiedad, la libre empresa, la ganancia y la generación incondicional de capital. Es posible que la distinción más básica sea la tendencia para acercar, difuminar o desaparecer las jerarquías y distancias de clase como peculiar de la izquierda, a la cual se opone la tendencia para consolidar la existencia y las funciones de clases dominantes peculiar de la derecha. Esta bipartición no es del todo auténtica, pues se encuentran posiciones autoritarias, libertarias o nacionalistas en los dos extremos del espectro político. Más aún, lo que se entiende por conservador, liberal, radical, socialista, burgués, demócrata y otros términos de identidad ideológica y política ha variado en diferentes épocas y lugares.

Además de la variable horizontal de tipo económico que va de “izquierda” a “derecha”, se ha plantado otra variable en referencia a la libertad que cursa del “autoritarismo” al “libertarianismo”. En algunos modelos estas dos se colocan a 90 grados para conformar una cartografía de dos dimensiones y cuatro cuadrantes para representar de manera más completa el territorio ideológico, esquema que se implementó a raíz de las propuestas del psicólogo germano-británico Hans Eysenck (1972).

En la actualidad la investigación científica sobre la identidad política en términos de la conciencia (Surridge, 2007) concibe que la identidad ideológica surge por la confluencia de factores “ascendentes” (a partir de los subsistemas psicobiológicos) de tipo genético, fisiológico, motivacional o moral de la persona, con acomodos “descendentes” (a partir del suprasistema social) de enseñanza, indoctrinación, información histórica y política. Hay también influencias “horizontales” que provienen del diálogo y la aprobación o repudio de personas contemporáneas.

Phillip Hammack (2008) de la Universidad de California ha propuesto un modelo tripartita de la identidad política que integra en un marco múltiple los aspectos cognitivos, sociales y culturales, poniendo el foco del análisis en los contenidos, la estructura y los procesos. Define la identidad como la ideología estructurada en el proceso discursivo y manifestada en una narrativa personal que se construye y reconstruye en el curso de la vida a través de las interacciones y las prácticas sociales.

Recientemente ha surgido una “neurociencia política” como tema de investigación interdisciplinaria que busca e identifica la relación entre funciones o estructuras cerebrales y la ideología. En el último lustro se acumula evidencia empírica de que hay mecanismos cerebrales que median las diferencias individuales en ideología política, en especial en el eje conservador-liberal, una nomenclatura de la tradicional diferencia derecha-izquierda que es usual en los Estados Unidos (Jost, et al., 2014). Por ejemplo, quienes se autodenominan liberales muestran mayor actividad funcional y volumen anatómico en la corteza del cíngulo anterior, en tanto que los conservadores tienen una amígdala cerebral de mayor tamaño. En una revisión del tema publicada, por el neurólogo Mario Mendez (2017), de la Universidad de California Los Ángeles se identifica un “complejo conservador”, una red neuronal que involucra estructuras cerebrales relacionadas a la amenaza, el disgusto y la evasión, el cual, al sufrir daño neurológico, resulta en una “deriva liberal”, es decir una reducción en la tendencia conservadora de las personas afectadas. Por otra parte, los voluntarios de un estudio que se identifican como “conservadores” o “liberales” presentaron respuestas neurales divergentes al ver los mismos videos. Esta “polarización nerviosa” ocurrió en un área cerebral involucrada en la interpretación del contenido narrativo en términos de riesgo, emoción y moralidad (Leong, Chen, Willer, Zaki, 2020).

Es importante comprender que estas y otras diferencias cerebrales pueden ser previas o consecutivas a la adopción de la ideología, aunque las múltiples evidencias sobre la plasticidad cerebral inclinarían a pensar que una proclividad estructural o genética se ve reforzada por una variable adquirida de tipo cognitivo-conductual (Jost, et al., 2014).

LA IDENTIDAD LABORAL: GREMIO, VOCACIÓN, DESTINO

Díga usted: ¿de qué vive, a qué se dedica?, ¿cuál es su forma de vida, su trabajo, ocupación, quehacer, cargo, profesión, oficio, negocio, chamba, empleo o carrera? Las abundantes respuestas a estas preguntas suelen adoptar la expresión en primera persona de “yo soy…” seguidas por una o pocas palabras que en alguna medida definen a una persona independiente en términos de identidad laboral, uno de los puntales del yo y de la autoconciencia identitaria.

Para que un trabajo productivo resulte eficiente, productivo y satisfactorio debe cumplir varios requisitos, entre los que destacan los cuatro siguientes: (1) su remuneración o retribución debe ser suficiente para satisfacer las necesidades de sí mismo y sus dependientes; (2) su práctica debe ser un reto y un aliciente al requerir conocimientos, habilidades, ingenio y disciplina; (3) su producto ostensible debe conferir al trabajador un rol en la sociedad por el cual sea reconocido de acuerdo a sus obras, méritos y capacidades; (4) su ejercicio creativo, provechoso y honesto debe fortalecer su autoestima, orgullo, dignidad y valor. Desgraciadamente, la funesta historia humana de esclavitud y explotación pone de relieve hasta hoy en día la imposibilidad de muchos seres humanos para emprender o lograr una vida laboral digna a pesar de su esfuerzo y sufrimiento. Aún en el momento actual no es fácil alcanzar estas circunstancias laborales porque no sólo dependen de la inteligencia, la decisión y la voluntad de la persona, sino de factores sociales y económicos que exceden y limitan las intenciones, capacidades y posibilidades de los individuos. Entre estos factores restrictivos están los que hemos revisado de sexo, raza, cultura y clase social, de tal forma que paliar y eliminar las desigualdades debe constituir un objetivo político elemental y universal, porque el esfuerzo del trabajo debe evolucionar del sufrimiento al bienestar y de la inequidad a la retribución justa y homogénea.

A pesar de estas limitantes, los seres humanos productivos desarrollan en mayor o menor medida una identidad laboral que forma parte central de su identidad personal y, aunque la vida humana no se limita ni se reduce al trabajo, la labor que una persona desempeña suele ser su manifestación y su rol público más ostensible. Además de que su trabajo revela la persona a la sociedad, revela la persona a sí misma. Esto es así porque la dedicación a un trabajo suele requerir de todas las capacidades humanas, desde las sensitivas y motoras propias de su cuerpo y de sus manos en acción, pasando por las facultades cognitivas de atención, razonamiento, memoria o inteligencia, las habilidades sociales de trato, persuasión o equidad, hasta las de la voluntad, que son las más esenciales. En efecto, el trabajo implica un esfuerzo múltiple y sostenido de la voluntad y del factor propio de la autoconciencia que hemos revisado como agencia. A este rubro pertenece la elección prudente y certera de la actividad laboral, de las acciones para mejorar en pericia y eficiencia, para conseguir metas de acuerdo con las circunstancias, para persistir frente a los escollos y fracasos, o para definir o redefinir el rumbo.

Vayamos ahora a los factores que condicionan la identidad laboral, un tema polémico entre la vocación tomada como una motivación endógena e innata y el destino como condicionante circunstancial, histórico y sociocultural, para defender que ambos son usualmente necesarios para el desarrollo del individuo. El término vocación (del latín vocatio: llamada) se aplicó originalmente al llamado de Dios para profesar una vida religiosa y otras actividades de servicio, como la medicina o la abogacía. Actualmente indica la inclinación a realizar una actividad particular, sea en los oficios, las profesiones, las artes o las ciencias e implica tanto aptitud como gusto. Vocación suele indicar una orientación o disposición innata que predispone a la persona para ejercer una labor particular y se expresa como el impulso para entrenarse en las labores que le son peculiares, así como en la facilidad y el placer de ejercerlas. Es muy conocida la propuesta de Howard Gardner (1995) de ocho tipos de inteligencia que inducen al sujeto hacia labores y aficiones particulares: verbal-lingüística, lógico-matemática, visual-espacial, corporal-cenestésica, musical-rítmica, intrapersonal-introspectiva, interpersonal-social y ambiental-naturalista.

Ahora bien, además de una motivación o inclinación natural, ocurre un reforzamiento por la práctica de tal manera que el aprendiz no sólo hace bien lo que le gusta, sino que le gusta lo que hace bien: la labor idónea tiene componentes de placer y de pericia que se van reforzando mutuamente en el desarrollo de la persona. Hemos revisado que, según la teoría del habitus de Bourdieu (1977), la apropiación de esquemas de percepción, pensamiento, juicio y acción que los sujetos adoptan en su vida marcan de cierta manera su forma de ser y su actividad. Podría pensarse que estos hábitos eliminan la idea de vocación al imponer sobre el sujeto creencias, actitudes y comportamientos ya establecidos y ejercidos en la cultura, pero sucede que el sujeto elige en mayor o menor medida tomar ciertos hábitos y darles un curso diferente de acuerdo con su carácter e iniciativa: vocación y destino son factores complementarios en el desarrollo de la actividad humana y la identidad laboral.

Al formular la metáfora o el mito de la bellota, el fruto del encino cuyo destino es convertirse en un espléndido árbol de la especie, en su libro The Soul’s Code de 2013, el psicólogo junguiano James Hillman (2013) subrayó que la vocación provee a la vida humana de misión e imperativo.

Argumenta Hillman que hay algo más que biología y medio ambiente en el que se ubica la persona para definir su destino: una impronta o arquetipo que determina la forma en que se desarrolla hasta producir un individuo único. Esta interpretación platónica de los arquetipos de Jung no me convence del todo, pues supone la existencia de fuerzas o entidades organizadas y organizadoras de naturaleza incierta o etérea, pero la inferencia de Hillman llama la atención sobre un aspecto de la autoconciencia y el yo que vale la pena revalorar y reafirmar. Su propuesta puede reinterpretarse de la siguiente manera: el yo resultante de la interacción entre los factores genético-biológicos y los ambientales-culturales constituye un boceto en construcción que impulsa a la persona por un cauce cada vez más particular, el cual se refuerza al irse plasmando y con ello va adquiriendo una fuerza creciente de atracción.

Ofrezco un argumento a favor de esta idea invocando la autorreflexión retrospectiva que una persona de edad avanzada suele hacer al evaluar la propia vida. Las personas inquisitivas buscan referencias culturales, históricas o arquetípicas de la ocupación que tienen o han tenido y de esa manera encuentran sentido a su carrera, actividad o vocación, más allá de constituir un trabajo y un modo de vida.

Muchas personas ancianas relatan metafóricamente su vida como un camino que, a pesar de los accidentes, desvíos, fracasos y obstáculos, a la postre define un sendero que confiere sentido a su trayectoria y propósito a su existencia y de esta manera conforma esa intangible pero vigorosa entelequia que denominan su ser individual, su rol en la comunidad y su lugar en el mundo. La palabra propósito en esta última frase no evoca un papel predestinado, sino un camino elegido y recorrido por un agente con deliberación, persistencia y objetivo, como lo sugiere el afortunado y conocido verso de Antonio Machado: caminante no hay camino/ se hace camino al andar. Así, al reconsiderar su existencia, las personas sienten que han cumplido un destino y adquieren un sentido personal de provecho y dignidad. La palabra propósito cristaliza el sentido que la persona imprime a su existencia aprovechando sus talentos y las circunstancias en la que le ha tocado vivir para alcanzar objetivos que ha definido y ajustado a lo largo de su trayecto y que al ir tomando forma potencian su fuerza de atracción sobre la mentalidad y la conducta del individuo en esa ruta de individuación. De esta manera, el ser o el self viene a coincidir con ese trayecto en curso y la relevancia del proyecto de vida se manifiesta en aquellos sucesos que se graban en la memoria como momentos cruciales y marcas indelebles que van definiendo el camino. Escribió Borges: “Al fin he descubierto/ la recóndita clave de mis años.”

Al asentar estos pensamientos sobre la identidad laboral, me ha inundado y guiado el recuerdo de mi amado padre, Luis Díaz González, emigrante gallego, carnicero en México durante más de 50 años y hombre de notable entereza y voluntad, quien enseñó a propios y extraños que, al final de una senda esforzada, honrada y previsora, el trabajo desemboca en dignidad, serenidad, contento y provecho.

IDENTIDAD DE ROL: HÁBITO, LUGAR, TEATRO DEL MUNDO

Empecemos por valorar el aspecto y la apariencia. Junto con otros gastados refranes, como “las apariencias engañan” o “la mona, aunque vista de seda, mona se queda”, el dicho “el hábito no hace al monje” previene que la apariencia no define a la persona y exhorta a no dejarse engañar por lo que los prójimos manifiestan a través de sus atuendos, maneras y discursos. Estos proverbios advierten que un sujeto puede mentir o asumir portes y roles que ocultan o soslayan su verdadera identidad y sus intenciones. Sin embargo, podemos suponer que, en general, las personas contraen o incorporan hábitos y roles establecidos que en alguna medida definen y expresan quienes son, aunque esto depende del grado de voluntad, individuación y autoconciencia crítica que hayan logrado. Todo esto pone en duda la contundente afirmación de Pico Della Mirandola con la que inicié este escrito: ¿realmente soy artífice de mí mismo y soy plenamente capaz de decidir mi identidad y mi situación en el mundo?

Al inicio de su perspicaz y original libro sobre la psicología de la posesión, Philippe Rochat (2014) investigador suizo de linaje piagetiano, dice lo siguiente sobre la autoconciencia:

“…la psicología humana, a diferencia de cualquier otra psicología animal, es esencialmente autoconsciente, una psicología por la cual los sujetos reflexionan y elaboran sobre su propio valor y lugar en el mundo, particularmente en el mundo social.” (p 1)

Si bien Rochat supone que la autoconciencia es en buena medida una construcción reflexiva del sitio e importancia que ocupa el sujeto en la sociedad, desde la segunda mitad del siglo XX surgieron varias teorías que otorgan al rol social una dimensión más extensa y profunda al integrar aspectos corporales, mentales y conductuales en el nicho público y ambiental. Estas teorías cuestionan que la agencia (la capacidad de cada quien para actuar sobre el mundo) se explique sólo en términos de reflexión y de decisiones pensadas y conscientes, pues muchas rutinas propias de un rol social son incorporadas y ejercidas por los sujetos. Empleo el concepto de incorporación en su sentido literal, pues el comportamiento social y sus causas psicológicas muchas veces se deben a cambios y modulaciones que se efectúan en el organismo corporal y en su expresión. Esto plantea que una parte indeterminada de la identidad personal y de la noción que los individuos tienen de sí mismos está dada por factores sociales y culturales asumidos y actuados, no siempre de manera voluntaria (Adams, 2003). Desde el primer tercio del siglo XX el psicólogo social de persuasión conductista, George Herbert Mead (1934), defendió que tanto la mente como el self son productos de la cultura y la sociedad. Algunas teorías de las ciencias sociales sobre este tema han sido particularmente incisivas y a continuación refiero someramente a tres conceptos relevantes de la segunda mitad del siglo XX: el rol actuado, el habitus y el auto-constructo.

Con base en sus estudios pioneros de las interacciones cara a cara en grupos pequeños, el sociólogo canadiense Erving Goffman propuso desde 1959 que las personas adoptan y representan roles ante los demás (Goffman, 1993). La noción tan reiterada en la cultura occidental desde Shakespeare y Calderón de la Barca de que los seres humanos son actores o comediantes en el teatro del mundo es una metáfora dramática de visos a veces cómicos porque supone un escenario público donde los individuos actúan papeles y un espacio privado tras bambalinas en el que se comportan de maneras diferentes, más libres, auténticas o espontáneas. Para representar los roles que asumen y actúan, las personas adoptan y esgrimen máscaras, prendas, mímicas, voces y actitudes que ya vienen prescritas para cada papel. Ahora bien, si las personas actúan roles en su vida, ¿hay un self, un yo genuino o verdadero detrás de esas actuaciones, o todo es simulacro? La respuesta de Goffman es tajante: el self o el yo no es sino el conjunto de máscaras utilizadas por el sujeto. Antes de valorar esta disolvente propuesta, veamos otras dos teorías de las ciencias sociales y humanas que complementan la retadora idea de las personas como actores de cara a un público, o más bien como personajes de una representación que no son plenamente conscientes de serlo.

El influyente sociólogo francés Pierre Bourdieu (1977) utilizó la noción aristotélica de habitus como el ejercicio y la regulación de la conducta humana dictados por las instancias y usanzas sociales en las que los sujetos están insertos (Martínez García, 2017). A través de asumir ciertas disposiciones o actitudes, estas configuraciones históricas y culturales constituyen esquemas que Bourdieu califica de “generativos” por su capacidad de conformar en los sujetos conductas tan específicas como posturas, acciones, movimientos o gestos y, desde luego, formas peculiares de expresión verbal. Son modos asumidos de actuar sin que el sujeto tenga una conciencia clara de haberlos incorporado y por ello constituyen una forma de conocimiento tácito o de disposición interiorizada que resulta al asumir y poner en práctica las reglas de actuación que se esperan de ciertos roles, sexos, clases, ocupaciones o profesiones. De manera gráfica e incisiva Bourdieu afirmaba que el habituses la sociedad inscrita en el cuerpo, noción influida por la filosofía corporizada y fenomenológica de su coterráneo Maurice Merleau-Ponty (1993). Bordieu establece un campo de fuerzas entre agentes e instituciones que luchan por dominar y legitimar sus posiciones, recursos y capitales, tanto tangibles como ideológicos, para mayor beneficio de sus integrantes. Es así que el habitus condiciona mucho de lo que individuos y clases sociales van a sentir como necesario y que expresan en múltiples situaciones y de manera patente en sus hábitos de consumo. La propuesta de Bordieu constituye una teoría de la práctica según la cual las acciones individuales no siempre están mediadas por la razón o explicadas por el lenguaje, sino suelen ser reglas del juego que se mimetizan y perpetúan mediante prácticas sociales. ¿Quiere esto decir que la identidad personal está fundamentalmente definida por factores sociales? Algunos han juzgado que esto no es necesariamente así; veamos.

Sadiya Akram y Anthony Hogan de la Universidad de Canberra consideran que la reflexión consciente no se contrapone al habitus de Bourdieu, sino que puede ocurrir en un marco de acciones rutinarias asumidas de acuerdo con el rol, pero atenidas en cierta medida a una evaluación crítica por parte del propio sujeto, lo cual conserva la noción de agencia entendida como la posibilidad individual de modular el comportamiento, aunque dentro de ciertos límites. Las decisiones de hasta donde llegar en determinado papel o práctica suele ser causa de ansiedad, pues coloca al individuo en el predicamento de aceptar el status quo o bien desechar conductas rutinarias y esperadas (Akram y Hogan, 2015). Durante una estancia de investigación en la UNAM, el sociólogo de la educación Andreas Pöllmann (2016) también subrayó que existe una mediación entre la reflexión y el habitus en los procesos de realización personal, en el acervo interpersonal y su ejercicio en la educación.

Finalmente, refiero que Hazel Markus y Shinobu Kitayama propusieron en 1991 la noción de auto-constructo (traducción literal del self-construal en inglés) para significar la manera como uno se ve y se piensa en relación con los otros. Al analizar las maneras en la que este yo social influye en la motivación, la emoción y la cognición, los autores afirman que las personas difieren en la manera como se conciben en relación a los demás, por ejemplo, como seres únicos y autónomos en las culturas europeas occidentales y sus derivadas americanas, o como elementos dependientes e integrantes de su comunidad, como ocurre en longevas culturas del Asia oriental. Varios estudios relacionados a esta propuesta han mostrado que los adultos humanos valoran sus propias capacidades y personalidades mejor y consideran a sus defectos menores que los de personas con perfiles y logros comparables a los suyos. Este “efecto arriba del promedio”, se ha demostrado en diversos ámbitos y culturas (Beer y Hughes,2010).

Según la perspectiva teórica que se adopte, las disposiciones que constituyen el habitus y la actuación en público pueden ser explicadas de dos formas muy disímbolas: como algo intrínseco o bien como algo extrínseco al self o a la autoconciencia del sujeto. Como seguiremos argumentando en el presente ensayo, es posible mantener una noción corporizada del self que admita tanto los influjos de ciertos elementos biológicos, de algunas iniciativas de la voluntad y de influencias sociales en ese autoconstructo, dinámico, adaptativo y diverso que constituye el modelo de la propia identidad.

LA IDENTIDAD DE CREDO: RELIGIÓN, MORAL, FE

La identidad de credo religioso no sólo se define en términos positivos (soy musulmán, budista, judío, hindú, protestante, católico, etc.), sino también con expresiones negativas (soy atea, agnóstica, escéptica, irreligiosa, incrédula, anticlerical). En todas estas auto asignaciones media un elaborado sistema de creencias sobre la realidad del mundo, de la naturaleza humana y de la idiosincrasia personal.

Es importante explorar la identidad religiosa, pues ha sido y sigue siendo un poderoso foco de filiación y cauce para la mayoría de las personas. En efecto, la convicción referente al ámbito sagrado, a la espiritualidad, a las deidades y los valores morales tiene un peso tan decisivo en la definición personal que una conversión religiosa constituye una auténtica transformación de identidad (Prinz y Nichols, 2016). Un credo histórico, organizado en dogmas, preceptos de comportamiento e instituciones eclesiásticas constituye en la mayoría de los creyentes el encuadre social de esta identidad personal. Este credo forma una parte ostensible de la cosmovisión y de la cultura en muchas sociedades humanas al ofrecer una interpretación del origen, la función y el destino del mundo y del ser humano plasmados en diversas prácticas ritualizadas y normas morales. Eventos multitudinarios tan impresionantes como las peregrinaciones a la Meca en Arabia Saudita, a la Basílica de Guadalupe en México, a la Semana Santa de Sevilla o el baño ritual en el río Ganges en Benarés de millones de devotos hindúes, certifican el arraigo y la importancia de las religiones en todo el mundo.

La palabra credo religioso implica un conjunto organizado de creencias, valores y prácticas en referencia a tres aspectos de la vida humana: (1) la certidumbre en un ámbito sagrado constituido por deidades, númenes, santos, ángeles y almas; (2) la adopción y acatamiento de un código de valores y virtudes, expresados en actitudes y comportamientos éticos; (3) la práctica de preceptos, ritos, cultos y plegarias en un contexto de ministerios, instituciones, artes y edificaciones que ejercen las congregaciones religiosas y las iglesias. En referencia al ámbito sagrado, existe un ingrediente cognoscitivo en las religiones mayores que se conoce e instruye en formatos densamente simbólicos de una escritura, una historia mítica, una teogonía y una doctrina. Los devotos de una religión se apropian de estos elementos en diversas formas de asimilación y conforman así una parte importante de su identidad. Los credos religiosos implican usualmente tres formas de dualismo: (1) un dualismo teológico (el Bien y el Mal figurados en espíritus poderosos y antagónicos, como dioses y demonios), (2) un dualismo cosmológico (la materia separada del espíritu y un mundo profano separado del sagrado) y (3) un dualismo antropológico (el ser humano conformado por un cuerpo biológico perecedero y un alma espiritual trascendente).

Asociado a este sector, el componente de valores y virtudes se manifiesta en mandatos, preceptos, actos y actitudes ligados a la manifestación de compasión, misericordia y alianza con quienes sufren o delinquen. En general, este es un aspecto benéfico de la religión. Sin embargo, el poder detentado por las religiones mayores se ha manifestado en distintos tiempos y lugares en inducción, proselitismo y conversión que con demasiada frecuencia han derivado en conquista, guerra, represión y aún tortura contra quienes son designados como infieles, renegados o apóstatas.

En esos contextos, los integrantes de una sociedad imbuida de un credo arraigado se ven impelidos y aún obligados a adoptarlo bajo pena de marginación, exclusión o escarmiento.

En relación con la práctica, cuando una persona se define como creyente o devoto, usualmente asume y acepta que su religión se expresa y se establece en el seno de una iglesia y se siente fiel integrante de esta institución humana que encarna, ejerce, mantiene, resguarda y escenifica un credo y una ordenanza. Esta investidura, usualmente jerárquica y autocrática, no se restringe a las religiones milenarias de Oriente y Occidente, sino a toda organización que integra un sacerdocio y una feligresía que comparte y profesa un acervo concreto y explícito de creencias, preceptos y ritos. Participar activamente de esa corporación proporciona a sus devotos o “fieles” una recia noción de pertenencia, tanto o más poderosa que la idea de patria, a veces peligrosamente aliada con ésta en diversos credos y medios políticos, como el estado islámico de Irán, el nacionalcatolicismo de la dictadura franquista en España o de las dictaduras militares del Cono Sur en la década de los 70.

Como parte fundamental de la certidumbre, la creencia religiosa tiene un ingrediente cognitivo y afectivo peculiar que se engloba bajo el término de fe, una forma de creencia que fenomenológicamente se aproxima a un saber, a pesar de que no existan pruebas lógicas, objetivas y públicas de su veracidad. En algunas doctrinas se considera que esta seguridad es una gracia de Dios, un don otorgado por la divinidad, y en otras se afirma que la fe se cultiva por la participación volitiva y decidida de la persona en rituales y plegarias, en la práctica de preceptos o mandatos. Una visión diferente sobre la fe surgió el siglo pasado en dos pensadores cristianos relacionados al existencialismo. El filósofo español Miguel de Unamuno (1912) sufrió una duda lacerante sobre las verdades proclamadas en la doctrina cristiana y consideró que, más que en un don o una certidumbre, la fe consiste en un “luchar con el misterio” y en un deseo intenso de creer. En un tono similar, pero de otro matiz, el teólogo protestante Paul Tillich (1958) propuso que tener fe no es creer en algo fundamental y trascendente que no tiene demostración, sino tener una preocupación profunda sobre los dilemas o misterios de la vida humana, como son los relacionados con lo sagrado, la espiritualidad, el sentido de la vida humana, la verdad o la conciencia moral.

La creencia y la fe llegan a ser muy persuasivas y convincentes para quienes viven una “experiencia religiosa” pues esta involucra la impresión firme y segura de una realidad trascendental. Las experiencias visionarias de Arjuna, Bodidharma, Moisés, Pablo de Tarso, Mahoma o Swedenborg han sido relatadas en textos que se consideran sagrados y fundacionales de diversas religiones. Un elemento central de estas experiencias es la intensa sensación personal de contacto y dependencia de una realidad trascendente y “última”. Tal realidad se considera usualmente inefable, pues no puede expresarse en el lenguaje habitual, sólo aproximarse en la poética rendición de un Rumi o un San Juan de la Cruz, en alguna composición musical de Hildegarda de Bingen, en un coral como el Mesías de Hendel o en un gospel cantado por Aretha Franklin y su coro presbiteriano.

El teólogo luterano Rudolf Otto (1996) denominó “experiencia numinosa” a la vivencia de una entidad sagrada e imponente, un “misterio tremendo y fascinante”, que induce un estado de plenitud, arrobamiento, embeleso, asombro y estupor, denominado éxtasis o trance. Pueden ocurrir estados similares de conciencia expandida y realización transcedente en la plegaria, la meditación o el rito sacramental, la ingestión de plantas psicodélicas en rituales chamánicos, en ceremonias solemnes de cantos y danzas sacras, o en algunas experiencias cercanas a la muerte.

En Las variedades de la experiencia religiosa de William James (1902) describió que la vivencia mística es cualitativamente distinta de la habitual por incluir intensas sensaciones de armonía, comprensión y dicha, suspensión del tiempo y el espacio, así como grados diversos de despersonalización. A partir de este clásico, las condiciones y procesos cognoscitivos, afectivos y volitivos de las creencias religiosas, de las experiencias místicas, de la fe y la práctica devocional han concitado diversos estudios académicos. En general, las ciencias dilucidan estos estados en términos históricos, psicológicos, evolutivos o neurobiológicos. Por ejemplo, en referencia a las neurociencias, se conoce que diversas afecciones neurológicas del lóbulo temporal y el sistema límbico suelen cursar con estados y síntomas propios de la experiencia religiosa y los estudios de imágenes cerebrales durante experiencias o procesos religiosos han mostrado la activación de estas zonas del encéfalo (Saver y Rabin, 1997) y de la red de recompensa al recordar experiencias de éxtasis. Por su parte la psicología evolucionista inquiere sobre el valor adaptativo de la creencia religiosa durante la encefalización y la hominización. Estas evidencias y teorías son de mucho interés, pero no resuelven el dilema de la realidad y han dado lugar a titulares sensacionalistas y seudocientíficos, como la localización de Dios en el cerebro o la propuesta de que toda creencia religiosa es delirante.

Vemos entonces que la identidad religiosa se debe enfocar como un amplio arco de experiencias y creencias con varios polos o aspectos posibles, uno de identificación personal con un credo tradicional, otro como la observación más o menos estricta de un código de conductas y otro más como una modificación de la conciencia por la cual se experimenta una pérdida de la identidad personal en una totalidad plena y unitaria.

COLOFN

Concluyo esta reflexión de la identidad personal con una referencia lírica en apariencia ligera y superficial. En su Happy Birthday to You (1959), el Dr. Seuss (seudónimo de Theodor Seuss 1904-1991, célebre escritor y caricaturista novoinglés de libros infantiles ilustrados), incluye una ingeniosa cuarteta sobre la identidad personal cifrada en el pronombre “tú”, la segunda persona singular, que dice así: “Today you are You,/ that is truer than true./ There is no one alive/ who is Youer than You.” Aunque el astuto juego de palabras es imposible de verter adecuadamente al español, aventuro esta versión que intenta acatar el sentido y recrear la chispeante cadencia del original:

Hoy por hoy tú eres Tú,

nada hay más evidente.

No hay otro ser viviente,

que sea más Tú que Tú.

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